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31 de marzo de 2008

1986

Et tout le rest est…théologie?

Había plantas carnívoras esperando en cada surco y una piscina azul donde pasar los veranos. La tumba sin lápida de aquel perro al que apodaron Anubis, siempre presente en las comidas, bajo la encina de mayor sombra. Una acequia caudalosa. Su sonido de túnel, progresivo, batiente hasta rebosar. De repente los cien fuegos de las trompetas: de repente el disparo seco, sin más, pasaba de largo como arriba los nervios no de los ángeles sino de los pájaros. No proyectábamos la poética de los ríos. Nuestra épica se podía recorrer con la escala platino iridiado de un Renault 11. La cal blanca y los útiles para el campo: una azada. Hablaban los caballos. Los Pegasos en cautiverio a punto de disolver su albura en el mercurio de agosto. Retomarse sucios. Están hechos para cabalgar la nieve, me repetían. No sabía. Recuerdo el sangrar de sus alas en torno a septiembre, cuando llovía sapos y mi estatura menguaba, recordaré siempre la erección de sus alas como un velamen geométricamente perfecto con las primeras heladas de octubre, el eje de sus alas justo cuando el árbol era farola o árbol, era poste eléctrico o árbol, era árbol o no, el árbol hipócrita. Cuando regresé a los cinco años ignoraba que la delicia no es siempre una alianza justa, una miniatura que representa o no, era sólo probabilidad. A veces se escapa, punto de fuga anónimo, no evitaré mostrar mi rostro, aunque no sea mi rostro. Se escapa. Confiar en el poeta es confiar en la arritmia y el vacío, negar la densidad aislada a un cuerpo. Un escenario: el atrezzo derivado de un manual de infancia, la espina dorsal de cualquier canto del cisne. Un fogonazo: la repentina cremallera de las tardes junto a aquel sauce, cerrándose a pesar nuestro, cerrándose.

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