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23 de febrero de 2009

MARCEL, A TRAVÉS DEL ESPEJO

Lo comprendí más tarde, un día de enero, creo que sobre las ocho de la tarde. El estómago vacío, el informativo del canal internacional retransmitía en directo la comparecencia pública del presidente tras las inmolaciones de la calle Muntaner. Recuerdo que pensé en Giulia, y que mi estómago se encogió un poco más. Recuerdo la perturbación de la normalidad del cuerpo ante las imágenes que mostraban otros cuerpos mutilados bajo las ruinas. Recuerdo, por encima, sobrevolando todos los impactos, como loca, una densa sensación de vacuidad.

Giulia estaba bien. Ni siquiera estaba en su casa. Ni siquiera se había enterado. Lo supe media hora después. Fue extraño, porque tras colgar el teléfono me quedé de pie en la cocina, ensimismado frente a la olla donde el agua bullía, igual que las imágenes, recuerdo, se derramaban por los bordes de la televisión inundando de pánico la ciudad. La olla bullía. La sensación de vacuidad bullía. Y yo pensé supongo en la muerte y el horror, en la vorágine de aquella catástrofe. Pero también recordé a Marcel, mientras el recuento de víctimas y sus variaciones alcanzaban cifras realmente feroces. Y así, ensimismado, pude haber confundido aquella tarde la espuma que hervía en la olla con la boca de un perro enfermo, con la nieve sucia derritiéndose entre el barro o con la calamidad de cualquier albura cuyo estado físico está transformándose. El gesto del agua bullendo en la olla señaló aquella tarde la hora obscena para la miseria del hombre, los puntos de fuga que trazan sobre el espacio vacío las líneas que van prefigurando un monstruo.

Uno nunca sabe cómo enfrentarse a la ausencia, Marcel. He apagado la televisión. No soporto las cifras, las estadísticas: no creo que haya nada más allá de un hombre muerto. He apagado la televisión y veinte minutos después he llegado a pensar esto, que uno nunca sabe cómo enfrentarse a la ausencia. Subir y bajar el telón, enmascarar la pureza del vacío tras él. O bien dejarlo en suspenso, para que todo el mundo mire, ahí: obscena como la ficción que enmendamos, Marcel, la ausencia. Pero la cuestión es otra. La cuestión es ¿por qué aceptamos habitar esa ficción? Un rompecabezas de piezas que se destruyen cada vez que se arman, como nosotros, una ficción perversa, la de los días en que quisimos ser los mejores novelistas, Marcel, y perdimos el hilo, la trama, fuimos algo que ni siquiera podemos restituir con los recuerdos, tan mediocres, de los que desconfío, de los que desconfío. Porque no hay cuerpo. Aunque este lugar sea el mismo lugar. Aunque este lugar que ubica otra angustia sobre el mismo cuerpo sea un lugar transitado: escucha, este lugar es otro lugar, porque los cuerpos que lo recorren, nuestro cuerpos han virado y las mañanas, el viaje en metro hasta el extrarradio y las guarderías, a las cinco de la tarde, escupen otra rabia y desengaño.
Pero es el mismo lugar. Un tablero donde sólo encajan algunas figuras, Marcel, intercambiables, algunos productos de consumo, perecederos y reciclables, sobre las estanterías del supermercado.

¿Qué queda de Marcel? Porque yo lo inventé también. Aunque ahora se escalezca mi cuerpo –sudoración, sangre, tiempo – con un recuerdo que rastrea, como un vasallo estúpido su permanencia. Y nada encuentra, ante ti: hueco, fuga, las nubes de una nueva polución sobre la ciudad, Marcel, y a pesar de todo ello, aquella vieja letanía, insuficiente, que se desvanece sin llegar a desaparecer, dónde estarás ahora, Marcel, dónde estarás ahora, como las luces de la noche una vez cerramos los ojos del rencor para entrar, sin saberlo, en un largo túnel donde la amnesia es la droga más cara.


Sólo guardo aquella última postal remitida desde San Diego. Me he permitido prescindir de lo innecesario. Creo que es de hace un año. La guardo en un cajón vacío. Sólo la carta de Marcel, la única que he salvado, la última. Dice que está bien. Dice: “sigo aquí, como el agua del río permanece en el río”. Jugar a Heráclito ha sido siempre el juego preferido de Marcel. No hay otro para él. La flaqueza, la locura, la tristeza más oscura que jamás haya visto juegan con él, un cuarteto mágico con el que en ocasiones jugué yo también a cambio de que mis manos se enfriaran tanto como los témpanos polares. El devenir desde el río, un río de fango, de basura comercial y deyecciones corporales. Porque él lo desconoce: no es posible jugar a Heráclito.
Pero una vez le gané la partida. Una sola vez. Era otro juego, pero gané. Enfurecido, Marcel derrumbó las cinco columnas de libros que hasta ese momento velaban el equilibrio de su habitación. Marcel no soportaba los estantes, las librerías para ordenar los libros. De todas sus manías, ésta era una de las que más me entusiasmaba. Entrar a su cuarto: comprobar la fragilidad de las columnas de libros apilados. Buscar un libro: deshacer la columna, cambiar el orden ascendente o descendente, eso daba igual, de autores y títulos y volver a fraguar un orden, una columna distinta cada lectura, una biblioteca distinta por cada lectura. Aunque no existiera entre el azar, porque la biblioteca era imaginaria, bien lo sabíamos, y sólo importaba la disposición del libro, uno sobre otro, cambiante de un día a otro, y las cinco columnas de distinta altura que formaban la base de un pentágono irregular que rodeaba la cama donde peleábamos como niños o soldados o animales. Recuerdo las columnas de libros como si estuvieran ahora mismo dispuestos ante mí. Aquel mes apenas pisamos la calle, obcecados en leer, pero sobre todo, presos por la obsesión de cambiar de lugar todos los libros.

Nunca acabamos de leerlos todos. Algo que nunca supe, algo superior dirían algunos, interrumpió su concentración, un día, y a media noche, mientras yo esperaba a que Marcel terminará con su libro para reordenar la biblioteca, dejó de leer. No me dio explicación ninguna, a pesar de mi insistencia y mi preocupación. Dejo de hablar, hablaba poco, no hablaba nada algunos días. El artificio, la divertida frivolidad que antes alimentaban sus facciones se volvieron laconismo, casi desidia. Después vinieron las largas ausencias, las ausencias súbitas. Después el miedo, la paranoia. Después la pérdida del apetito, su extrema delgadez. Podría decir nihilismo. Podría decir que dejó de amar, los libros, las horas, a mí mismo. Podría decir: enloqueció. Pero no me acercaría ni de lejos a la realidad de los hechos tal y como yo los viví antes de su desaparición.

El último libro que leí en casa de Marcel fue La espuma de los días, de Boris Vian. El último libro que Marcel dejó, a falta de unas páginas, fue Aurora, de Nietzsche.

La pregunta que más frecuentemente me sobreviene alimentando mi fabulación es si cumpliría aquel sueño suyo de visitar Oklahoma City. Era algo que le llegaba a obsesionar en aquella época. El cuento del vagabundo de Oklahoma City. Paraba de comer o de follar o de repente salía de la ducha, como un zombie mojado, y caminaba por la casa, largo rato, hasta secarse. Salía después a la terraza, todavía desnudo, no sé si para consolidar una última meditación. Regresaba de estas ausencias súbitas con la boca abierta. La mayoría de las veces con el pene erecto. Bello, castamente no buscaba el goce sexual, sino la conversación. Los más largos soliloquios salidos de su boca los escuché en aquellas ocasiones, aquellos días. Yo me tumbaba sobre la cama, y mientras su erección remitía escuchaba cómo se adentraba en el relato, cómo empezaba a fumar. Recuerdo el comienzo de una de ellas. Aquel día estuve hasta la madrugada escuchándole hablar sobre el cuento de Oklahoma City, el gran simulacro, su gran proyecto literario. Comenzó diciendo: ”ya tengo otro incidente para el cuento del vagabundo de Oklahoma city. Algún día iré allí, con el cuento escrito, acabado, y le encontraré, o lo incluiré en el cuento, como a Alicia, le haré penetrar la fantasía que no es sino él mismo. Le podría decir algo así como: yo te he creado, porque te he soñado durante noches, y durante días enteros me he dado de bruces contigo al macerarte en mi imaginación y reescribirte en mis notas. Te he soñado despierto, he escrito tu biografía. Toma. Si la aceptas, es tuya. Vamos, acompáñame. Voy hacia el oeste…”. Lo recuerdo exactamente porque en ocasiones Marcel grababa los soliloquios. Podía pasarlos a escrito después, podía borrarlos. Algunos meses tras su desaparición encontré las cintas al ir a arreglar los papeles del piso con el propietario. He escuchado su voz muchas noches desde entonces. He comprobado cómo las variaciones del soliloquio en torno al vagabundo de Oklahoma City eran infinitas, y su modulación y extensión dependían del estado de ánimo de Marcel.

He llegado a pensar que Marcel creía realmente en la existencia de aquel vagabundo. No creo en la psicología, no podría decir que fue el primer síntoma de su locura, de su desaparición. No creo que Marcel enloqueciera. Simplemente aceptó la norma de su fragilidad. Porque no había otro remedio para aquel que se hallaba como él, irremediablemente, ya dentro de un relato cuyos parámetros iban más allá y se sostenían sobre todo mediante el engranaje de la imaginación. El vagabundo de Oklahoma City guardaba tanta presencia como ficción para Marcel, tanta literatura como física. Sobre si Marcel llegó a terminar antes de su desaparición aquel cuento no tengo más que dudas. Sobre si hizo escala y buscó al vagabundo en Oklahoma City no tengo más que dudas. Jugar al vagabundo de Oklahoma City era como jugar a Heráclito para él. También para mí fue un juego. Hoy es voz en silencio, una marca fantasmal de aquella ausencia de su cuerpo, de aquella ficción a la que jugamos. Las cosas reposan ahí, alejadas, imperturbables ante la razón o la locura que las nombra. Quizás también algunas ficciones, el vagabundo, Marcel mismo, desaparecido.

Enciendo la televisión. Las víctimas de las inmolaciones de la calle Muntaner son tan obscenas en horror que mi cuerpo comienza a temblar. Los cuerpos muertos, mutilados bajos las ruinas de los edificios burgueses de la zona alta de la ciudad son mostrados por las imágenes, ajenos a la razón o la locura que les sustentó. Tanto horror retransmitido en tiempo real alcanza otro estatus distinto de ficción. Sigo temblando. Cierta clase de miedo me angustia, es la violencia de toda la mierda que conlleva el vivir constantemente dentro y fuera, en un estado de ebullición en que todo aquello que se desvanece, todo aquello deseado o gozado, se pierde, todas las certezas que tuvimos, Marcel, y que ahora son tal vez sólo una ficción, un cuerpo mutilado, vagabundo, una ausencia enorme y hambrienta que devora tanto Barcelona como Oklahoma City.
(...)

30 de enero de 2009

POR UNA POÉTICA SODOMÍTICA

Entre los márgenes de los días y los sucesos las cosas se transforman. Los categorías se agrietan (creo que tenemos claro que nacieron para ello) y las terquedades se estiran, como una goma envejecida que aún grita dispuesta a la tensión y a las paradojas –éstas, sin duda, las más bellas bailarinas. Mientras tanto van por ahí nuestras ficciones, nuestros fantasmas, desembocando con más o menos fortuna en la vaporosa e improvisada asunción de un relato – el texto, la vida - que se escribe sin objeto ni target (al menos, para el tipo que esto escribe). Desembocando, al fin, en la sodomía como poética. Quiero proponer la sodomía como poética. Dos casualidades, quizás tres, están en el punto de partida de esta intuición.

En primer lugar, un texto de Foucault (Theatrum Philosoficum) que leí hace unos meses. En él, Michel trazaba una comparativa crítica entre una metafísica del Uno Bueno y otra, que representaba para él la obra de Guilles Deleuze, fundamentada en la ausencia de Dios y en los juegos epidérmicos de la perversidad. Decía, anoté esta cita en la primera página de mi libreta, “el dios muerto y la sodomía como focos de la nueva elipse metafisica”. Los juegos epidérmicos, la literatura de la traza, del ritmo, de la obscenidad del lenguaje, no del Yo monológico, no de la totalización de un mundo cuya naturaleza es bondad. Se me puso dura. La obra de Bataille, de Sade…me vino a la cabeza Genet, me vino a la cabeza Querelle de Brest. Me vino a la cabeza el turbio y encantador aroma de la película de Fassbinder (también la pirotécnia siempre en fragua de la poesía de Baudelaire. Siempre Baudelaire). Querelle el asesino, el traidor, el beau satan, cuya belleza (auténtica epidermis de la idea del mal) reclama el crimen y la perversidad para la forma estética. La sodomía como poética se me figuró sin embargo como una forma de suspender la idea humanista de traslación del sentido (autor-mundo-tradición-obra-lector) más que como un vehículo para imantar la representación del mal. La sodomía como poética literaria me hacía pensar el texto como epidermis, es decir, como el lugar-continente donde acontece la sensualidad, lo intuitivo, la vaporosa voluptuosidad de los fantasmas. Donde el significado y los frutos de la fruición metafísica con el sentido dentro de la obra han desaparecido para dejar lugar tan sólo al placer de la misma, al acto sodomítico en sí, no a la fecundidad del autor hacia el mundo o su experiencia. La poética de la sodomía como punto de ruptura hacia el orden natural tradicional (contra la idea de sustancia) y al mismo tiempo, como una rara avis, como algo torcido que inocula en el simulacro del mundo una nueva formulación, radicalmente distinta, de la creación. Ahora, desde la distancia, veo también y añado la deuda enorme que estas ideas tienen con el pensamiento de Chantal Maillard acerca de la creación. Admiro profundamente a Chantal. Sobre todo la concepción que ésta tiene del poema (escritura) como gesto: es en el gesto donde deviene el ritmo, un ritmo que acontece y forma sentido, una dirección o trayectoria, una traza. El artista es para Maillard tan sólo un hacedor, un tipo listo que se sitúa en la confluencia de las cosas con la epidermis del mundo, y las engarza ahí, sensualmente, y él calla.







Un ejemplo, causa segunda que me llevó a pensar en todo esto (bueno, tercera, sumada Maillard) es la obra de Marguerite Duras. En la redacción de un trabajo sobre la aplicación del mundo nouveau roman de la Duras en la película de Alain Resnais (en este mismo blog publiqué unos fragmentos) Hiroshima, mon amour, caí en la cuenta, revisando algunas de sus novelas, de la importancia que el ritmo de su sintaxis adquiría en las mismas como aspecto central de su eficiencia estética a la hora de crear sentido para el lector. Creo que la llamé sintaxis sodo-mítica. El guión quiere advertir la distancia de su escritura con aquella idea mítica de la literatura que Marguerite tan bien zanjó en un fragmento de su novela El amante (que transcribo a continuación, no me puedo resistir):

“La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie (…) Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso: que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es, cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia, escribir no es más que publicidad”.

La poética sodo-mítica estaría presidida por esta idea de rotura del pudor. Pudor entendido como represión que opera a favor de una cierta trascendencia moral. La sintaxis de Marguerite Duras sería entonces un paradigma de sus efectos: la musicalidad que provoca el ritmo entrecortado de su escritura remite a un tiempo muerto, cinematográfico, no iterativo, que deforma la diégesis narrativa ensanchándola hacia el abismo, resbalando sobre él sin detenerse aquí o allá. Su lentitud, sus silencios hacen avanzar la parataxis del sentido quebrado, contagiado sintagma tras sintagma, mientras el ritmo acontece: auto-lascivia sintáctica que sólo remite a sí misma, como un simulacro que nada cierra en torno al sentido que yace cuarteado e inasible en la epidermis voluptuosa y fantasmal del texto. La tematización llevada a cabo por la Duras en una novela corta como Los ojos azules Pelo negro, fluye también dentro de la poética de la sodomía. La asociación entre homosexualidad, palabra ausente en el texto, y esterilidad, a la que el ictus del sentido del amor "vivido de manera horrible" avoca a los personajes, desemboca en la aguas pantanosas en las que conceptos como la identidad, el deseo, la sexualidad o el miedo, son llevados a un territorio donde anida tan sólo una intemperie yerma y si cobijo, que cataliza la trasgresión hacia una representación de las relaciones personales más compleja y perversa.
En la actualidad, es para mí muy interesante, dentro de la perspectiva de esta poética, la obra de Michel Houellebecq. Sus personajes protagonistas, masculinos y heterosexuales, son a menudo onanistas cuyas relaciones sexuales con la sociedad liberal se satisfacen a través de la prostitución, los encuentros eróticos esporádicos, o el turismo sexual: han renunciado al sistema patriarcal tradicional como construcción de un sentido (ahora esparcido y ausente en la penumbra y la simulación de la sociedad de información y consumo). Un tipo delicioso, Houellebecq.



Por último, y en cuarto lugar, creo, la formulación de esta poética surgió tras las intuiciones derivadas de algunos textos sobre estudios queer que estoy leyendo en la actualidad. Sobre todo, en lo referente a la idea de performatividad asociada al género sexual, desarrollada, en lo poco que he leído, por Judith Butler y Eve K. Sedgwick. La performatividad queer tomaría para Sedgwick de la performatividad lingüística la idea de que el lenguaje puede producir efectos (de identidad, de sometimiento, de desafío etc) es decir, trata el uso del lenguaje como herramienta del poder para crear posiciones. En tanto que queer viene a significar, como categoría semántica, aquello torcido, raro, no acoplable a las leyes naturales ni morales, ni tan siquiera legales o civiles de la sociedad (como demuestra el caso de Querelle, de Genet) la poética sodomítica, en cuanto que pretende desconstituir el sujeto tradicional no podría prescindir de un uso perverso del término queer, del campo semántico de lo queer, consciente de que la apertura de la categoría pueda convertirse en un emplazamiento para usos aún no determinados del término, tal y como señala Butler.

Las ideas de Butler me llevaron a pensar en algo fundamental, ya aludido, para la poética sodomítica, como es "la descentralización del sujeto como origen y como propietario de aquello que dice". Butler acude de nuevo para explicarlo a la performatividad del discurso, pues implica que el discurso tiene una historia que le precede y que condiciona sus usos contemporáneos. Las dudas me asaltan sin embargo en cuanto a la categoría queer. Pues como categoría identitaria, se opone a aquella epidermis voluptuosa y carnal del texto y sus espirales semánticas que más arriba reclamaba. La politización de la id-entidad (la cual constituye el núcleo a derribar de la poética sodomítica) y del deseo a través de la utilización de una categoría cerrada contradeciría el campo de acción en que se mueve esta poética. Sin embargo, y paradójicamente, creo que un acercamiento de lo queer (en tanto que aquello torcido, negado a disolverse en la normalidad de una sociedad civil conservadora y dócil) sí que podría superponerse a los juegos epidérmicos y fantasmales, que operan a nivel estético en la misma dirección y sobre los que el término reclamaría, lo dijo la Butler, una inversión respecto de la historicidad constitutiva, un colapso, una trasgresión.
Por ahora dejémoslo aquí. En esta vaga formulación de intuiciones más o menos precisas, más o menos acertadas. Habrá que esperar a que la disciplina me atenga al caso para darle algo más de forma, y sobre todo, algo más de in-coherencia.

9 de enero de 2009

EL CUERPO Y EL HORROR


Reseña de La Ofensa y Derrumbe, de Ricardo Menéndez Salmón






Un artista es una criatura impulsada por demonios
Faulkner



“El poder del miedo reside en los detalles. Resulta fácil olvidarse de los grandes azotes: genocidios, bombas atómicas, epidemias. Pero a quién no le aterraría el primer plano de una aguja clavada en una garganta que palpita”. El fragmento citado pertenece a Derrumbe (Seix Barral 2008), de Ricardo Menéndez Salmón, y distingue la apuesta asumida por el escritor en cuanto a la representación del mal (o crimen o terror o destrucción) tal y como afecta y se entiende en la contemporaneidad, pero también de todas aquellas perturbaciones que éste inocula en la estructura social coetánea: el dolor, la atrofia identitaria, el nihilismo o la violencia, por poner algunos ejemplos de los tematizados en el libro. El mal (y sus venenos) no es un tema ajeno a RMS, La Ofensa (Seix Barral 2007) dibujaba ya en el contexto histórico de la segunda guerra mundial la debacle sensitiva y moral de su protagonista en su encuentro con esta bestia rubia.
El tratamiento de esta reflexión debe contextualizarse correctamente. En este aspecto, la densidad filosófica de RMS no puede ocultar el poso de toda su mecánica literaria: la asunción de haber superado un último eslabón histórico, tras el cual la conciencia del hombre ha quedado sumida en un absurdo que da por superada la razón de la sociedad racional (tal y como Adorno apuntó en su Dialéctica de la Ilustración). Ni Kurt, ni Manila, ni Valdivia pueden ser ya héroes, acaso no puedan ni acometer un entendimiento de la realidad cuyas circunstancias les superan. Sin embargo, se puede comprobar tanto en La Ofensa como en Derrumbe una preocupación ontológica por el mal que va más allá del presente: es la historia de Francia devastada por la guerra, de Promenadia violada, pero también del asedio terrorista a Troya, también de Bizancio (“vivimos en Bizancio” le dice a Manila su mujer), la historia de una decadencia y los fantasmas que conlleva. No creo, a pesar de ello, que la efectividad narrativa y literaria funcione pareja en ambos libros. Tampoco que resulten igual de atractivos para el lector de hoy. Si La Ofensa narra la estéril lucha de la voluntad y la identidad frente al horror, el anclaje de su artefacto estético a un tiempo histórico cerrado propicia que el holocausto (o las traiciones de guerra) sea desde la distancia de su horror un escenario mil veces visitado para el lector contemporáneo no sólo por la literatura, sino por múltiples y mezclados discursos (históricos, políticos, populares etc) que neutralizan el campo semántico de especulación, a pesar de que RMS afronte su relato valiéndose de una narratología nada totalizadora. Esto no implica que la escritura de la violencia en la novela no estremezca (como demuestra, por ejemplo, la crudeza en el registro de la ejecución de soldados en el hospital, muertos “como si estuvieran disparando sobre armiños o sobre focas”) o algunos nudos temáticos (la reflexión acerca del cuerpo, la expiación de la culpa o la voluntad) no sean tratados con una cuidada indagación. No se trata de eso. Kurt es la víctima de una época zanjada. Pero aunque Manila, Valdivia, Vera…sean personajes que, al igual que Kurt, dependan de un destino ligado a las leyes del azar en un mundo dominado por la violencia y la falta de sentido (“el sentido de la vida es su carencia” dice Manila), su espacio semiótico de acción es otro: el presente en devenir, es decir, inconcluso, la materia del simulacro que se nutre tanto del hiperconsumo como de la filosofía de Kant, tanto de la bildungsroman como de la pornografía. La extirpación conceptual del horror que RMS lleva a cabo inserta el concepto del mal en la cotidianidad más reconocible: la sociedad de consumo (botellas de leche), los mass media (Los Arrancadores en TV) o la propia geografía urbana (reconvertida aquí en un “pantano moral”). La eficiencia con la que el escritor especula en este nuevo espacio semántico contemporáneo es asombrosa: si en La Ofensa articulaba el relato en torno a un solo personaje (Löwitsch, Ermelinde y Lasalle no alcanzan la autonomía y la definición de los protagonista de Derrumbe) y la intervención de la omnisciencia narrativa se expandía en mayor grado, en Derrumbe, RMS abre el espacio a una auténtica amalgama de personajes que interaccionan sin saberlo (Mortenblau, Manila y su mujer, Valdivia, Menezes y Vera) apropiándose a su vez de una serie de discursos cuyo tratamiento narrativo y estético RMS deja abierto para que el sentido circule, para que finalmente se torne inaprensible: el asesino en serie, el deseo sexual, la venganza, el miedo, la fe, la paternidad, la tecnología y la ciencia, el consumo desmedido, el odio, la belleza y el arte, la identidad, la cultura o la inutilidad de los sistemas filosóficos para la comprensión del mundo fenoménico, son algunos de los hilvanados por estos personajes, constituyendo una verdadera novela polifónica, donde la ambivalencia de la escritura (con carnaval incluido) nos devela un mosaico de particularidades inmenso en su proceso dialógico. No cabe duda que La Ofensa no es por ello una novela monológica (no, al menos, en el sentido en que Bajtin la entendía) pero es, en contraste, una novela más monológica que Derrumbe.
La fragmentación más acusada de la narración en esta última obedece también a esta trayectoria apuntada. El uso del fragmento en la literatura de RMS está, a su vez, al servicio de un propósito narrativo que se repite tanto en La Ofensa como en Derrumbe: el uso del fragmento (emplazado, en estas dos novelas, dentro de una estructura ternaria) encarna la renuncia a una literatura de la totalización, realista en el sentido decimonónico del término, y atiende a uno de los presupuestos más ineludibles de la posmodernidad literaria: aquello que Lyotard señaló como crisis de los metadiscursos legitimadores y que no es otra cosa que la dispersión de la función narrativa del relato moderno. El uso de la elipsis (que en Derrumbe alcanza un grado de sutileza magistral, véase el asesinato de la mujer de Manila) refuerza esta poética del vacío y los tiempos muertos que deja al lector la difícil tarea de reconstruir un sentido que aquí se mueve entre los márgenes del simulacro, formalizando a través de la fragmentación del relato los mismos “agujeros negros” que absorben cualquier posibilidad de redención mediante el entendimiento para Kurt o Manila. Hay que señalar que el uso de la fragmentación por RMS dista de la utilizada por otros escritores coetáneos, por ejemplo, en el caso de Nocilla Dream, de Agustín Fernández Mallo, en la que el fragmento se adhiere a una serie de eslabones semióticos cuya función es la negación de la propia estructuralidad del relato, dentro de la lógica rizomática enunciada por Guilles Deleuze. No es el caso de RMS, el cual evidencia en estos dos libros la preocupación por una estructura que, a través de la elipsis y el distinto uso del tiempo narrativo (por ejemplo, la primera parte de La Ofensa aborda dos años, mientras que la tercera hace lo propio con un solo día) ofrezca al lector el desarrollo del relato dentro de una progresión circular, que impulsa a sus protagonistas a acabar en un espacio próximo al del punto de partida (caso de Kurt o Manila).
Esta estructuralidad de la narrativa de RMS se apoya también en otra serie de elementos para su desarrollo: el uso de la escena y la técnica cinematográfica, la comparación, la enumeración y la omnisciencia narrativa.
La utilización de la técnica narrativa cinematográfica (a la cual le es también propio el uso de la elipsis) es más evidente en Derrumbe, a pesar de que en la tercera parte de La Ofensa, las referencias al film noir se hagan evidentes, aunque se tiñan aquí de un eco kafkiano más ineludible. Sin embargo, existen momentos en Derrumbe (ver el asesinato narrado en la página 39) en que el fragmento se convierte en una mera descripción del paisaje de la violencia y el horror, en los cuales el narrador omnisciente detalla, como si fuera una cámara fija ante un profílmico desolador, el rastro del crimen perpetrado. RMS se nutre (o evoca) además, de abundantes referencias cinematográficas: Seven, de David Fincher; El silencio de los corderos, de Jonathan Demme o Elephant, de Gus Van Sant son algunas de ellas.
Esta primacía de la imagen propia de la experiencia contemporánea, contrasta con el uso de la comparación (y la enumeración) que acata la función de la desterritorialización del estatus que la imagen juega en nuestros días. Una lectura no atenta, sino vaga y superficial tanto de La Ofensa como de Derrumbe nos dejaría claro la abundancia, por no decir saturación, con que el relato se ve enriquecido de comparaciones. La comparación desempeña aquí la voluntad de trascender ese modelo narrativo sustentado en la imagen para ir más allá: donde lo descrito, por categórico, no tiene vigencia, y la gradación conforma un espacio donde el significado y la concentración dramática se ensanchan propiciando una densidad filosófica característica en la escritura de RMS. Baste este fragmento de Derrumbe para señalarlo: “Se marchó, pues, latiendo como un bubón purulento, lleno de tesón y hambriento de sangre como un leviatán enfurecido, parecido a un perro que se acaba de contagiar de la rabia pero aún no lo sabe y confunde su fiebre con algo parecido a la sed”.
A esta densidad reflexiva y dramática le son propios una serie de “objetos” que posibilitan la especulación de RMS. Uno de los principales es el cuerpo. “El hombre convive con su cuerpo, pero no lo conoce” dice el narrador acerca de Kurt. “Puta carne” dice Manila. Desde la meditación en torno al cuerpo, núcleo epistemológico de La Ofensa, hasta la abyección corporal mostrada en Derrumbe, el cuerpo ejerce como objeto que media entre la realidad y el “otro”: el monstruo o el hombre moral, la carne o el deseo, la violencia o la necesidad de redención. El cuerpo separa la materia de la ética, es la frontera donde sacude el dolor o la incomprensión, donde la sensibilidad o la fertilidad, lejos de convertirse en dones de la naturaleza, se tornan demonios. El acusado uso de la descripción escatológica y de la poética de la abyección, más evidente en Derrumbe, viene a atestiguarlo. La nada celiniana escritura de RMS se asemeja al autor de Viaje al fin de la noche en la representación de la abyección con una doble intencionalidad: íntima, o del dolor; y pública, o del horror. El cuerpo insensible de Kurt, como Promenadia, como ese pabellón con un tumor cancerígeno que es Corporama, como la casa de los zurdos (donde el cuerpo es solo objeto de pornografía) o los cuerpos muertos en manos de Mortenblau, es el espacio fronterizo que señala un estado podrido, infecto de los “órganos” tanto civiles como individuales de una sociedad, la de la segunda guerra mundial o la contemporánea, que no puede rebasar una confusa estación de derrumbe. El cuerpo es un cronotopo, señala el punto de partida y regreso de la huída del miedo y la búsqueda del sentido contemporáneas: al igual que Promenadia misma, la casa londinense o la casa de los zurdos, entre otros, el cuerpo señala el lugar de un lugar, donde la mutación y la fatalidad obligan a cambiar y a empezar de nuevo, y donde la transición le asegura habitación tan sólo al vacío.

28 de diciembre de 2008

TROMPE L'OEIL


Cuando yo tenía dieciséis años más o menos vino a mi casa por primera vez para preguntarme cuál de todos sus dibujos a tinta china era mi preferido. Estuvo una semana insistiendo, entre clase y clase, de camino a casa, en el recreo. No hablábamos con los demás chicos. Recuerdo bien aquella ocasión, casi como si no hubieran pasado los años. La primera vez que alguien me llamo junito. Fue la primera vez que alguien me llamo junito. A su padre lo habían trasladado por trabajo desde Barcelona, así que conservaba, junto a su escuálida y dúctil belleza adolescente, un estatus añadido de exotismo urbano para los niños que como yo pocas veces habíamos salido de aquel pueblo. Mi madre, tras recibirlo con alegría, nos dejó solos en mi habitación. Creo que apagué la lámpara y encendí el flexo del escritorio: la penumbra fue acogedora y él sacó sus láminas. No entendía la razón última por la que se mostraba tan sometido, tan expuesto ante mí, sin que por ello dejara de mostrarse inmune como el cemento ante cualquier colisión en asuntos de opinión. Así es Marcel, ya desde entonces. Fue cediéndome las láminas en escrupuloso orden, como un estricto emisario. La primera impresión fue la de un trabajo esforzado, pero inmediatamente, aquella ordenación de rombos, elipses y perpendiculares que agonizaban en un espacio contraído ante los abundantes trazos geométricos dibujados por Marcel trasladó a mi interior una rara sensación de vértigo y desasosiego que nunca antes había acomodado. Él permanecía expectante ante mi asombro. Recuerdo que lo miré un breve segundo y me sonrío, algo nervioso, como si aquello no fuera con él, algo nervioso como un niño. El primer dibujo era fascinante. Una compleja estructura romboide se cruzaba, alargándose como una espiral infinita, con una estructura elíptica de difícil descripción, que a su vez ejercía de tangente con la repetición de una serie de torsos desnudos de hombre en escorzo. Ambas estructuras convergían a modo de escalera de caracol interminable. Es al menos lo que recuerdo de aquel dibujo. El impacto que inundó las ingenuas cavidades de mi comprensión anterior, y por el contrario, la suavidad contra los ojos de las líneas, de los espacios que se pierden y las correspondencias perfectas gracias a la falsa perspectiva que Marcel había utilizado. Temblé por primera vez, aunque Marcel no se diera cuenta, pues seguí mirando largo rato, excitado, incapaz de apartar la mirada de aquel enjambre, de aquella selva incorrecta, de aquella bifurcación que por primera vez se postró ante mí, como un enorme gato de Cheshire. Marcel comenzó a desesperarse porque sus preguntas sólo encontraban un batiente silencio por mi parte. Recuerdo su insistencia: “y bueno… ¿qué te parecen?”, “junito, vamos junito… ¿no serán tan buenos?, “venga, por favor, dime algo…junito…dime algo”. En un momento determinado, no recuerdo el tiempo total que dediqué finalmente a revisar los dibujos, dejé sobre la alfombra las láminas y me quedé quieto mirando a Marcel, el bello Marcel, con su pelo rizado espesísimo, ya áspero, su mentón, incandescente ante la cetrina luz del flexo sobre el escritorio. En ese momento tuve una erección. A Marcel le dije que me habían impresionado mucho sus dibujos, le detallé lo que para mí eran sus principales virtudes, y algo nervioso le invité a acompañarme al día siguiente a la biblioteca para revisar juntos un libro que había encontrado en el que aparecían algunos dibujos de razonamiento similar a los suyos. Después lo despedí con rapidez, alegando no recuerdo el qué, pero Marcel estaba tan contento por contar con mi aprobación que no pareció importarle en absoluto que tuviera que irse de mi casa. Nos despedimos. Al abrazarle, noté el sudor de su nuca y el pulso algo acelerado, aunque bien podría haber sido el mío. Me apetecía, sobre cualquier otra cosa, estar solo.

Estuve tumbado sobre la cama, boca arriba, con la mirada fija en una grieta del techo que como en las casas antiguas atravesaban enormes y varios tablones, creo que durante unas dos horas. Mi cuerpo temblaba. Igual que una de las espirales que había dibujado Marcel y que yo había disfrutado tanto sin poder comprender apenas su lógica, y que tal vez por ello dejara en mí el rastro de una tristeza solitaria que se diluía en una sensación de vacío extranjera a mí hasta entonces, incomunicable, pero nunca imaginaria, una sensación de ahogo y de erotismo extremo, que proyectaba mi cuerpo hacia un espacio donde lo comprendido debía renovarse o morir, y donde mi prudencia vacilaba comenzando a intuir que sólo las líneas de fuga de un abismo más grande que la voluntad trazan las reglas del juego. Mi cuerpo temblaba. No era, a mi pesar -eso hubiera facilitado las cosas, por conocida – una sensación de miedo. Recuerdo haber sentido algo parecido al leer por vez primera a Gide. O en aquella conversación con Giulia, tarde, muy tarde en la madrugada, mientras estudiábamos, en la universidad, y que también me asaltó como una revelación. Son sin embargo ocasiones similares cuyo efecto no es en absoluto equiparable al que la visita de Marcel me produjo aquella tarde que vino a casa.

Al día siguiente comencé a escribir. Aunque nunca fui un niño docto y cuidado en lecturas, sí había visto un volumen considerado de películas gracias a la afición al cine de mi abuela materna. No hubo preludio alguno, en aquel momento de la noche. Casi un espasmo de mi mano derecha, tumbado sobre la cama. Comencé a escribir como uno comienza a llorar: con el dolor dentro del cuerpo intraducible, opaco de sí mismo, sin itinerario para la voz, voraz como una bocanada, o un grito, que al acontecer se remansa en la devoción por el lenguaje. Comencé a escribir porque mi cuerpo temblaba, y porque el silencio en mi habitación aquella tarde tras la marcha de Marcel me hizo comprender que no me bastaba tan sólo con la comprobación sensorial e intelectual de la angustia, sino que al menos mi cuerpo y mi mente pedían reproducirla y conformarla a una estructura sensual y turbadora como aquella de los dibujos a tinta china de Marcel.

(...)

un gesto no es inicio ni término de nada,

no hay voluntad en el gesto, sino impacto;

un gesto no se hace: acontece.

Y cuando algo acontece no hay escapatoria:

toda mirada tiene lugar en el destello,

toda voz es un signo, toda palabra forma

parte del mismo texto.

Chantal Maillard, Matar a Platón






M.C. Escher, Espiral


22 de diciembre de 2008


EL DESIERTO ROJO



Breve reseña de El Desierto Rojo, de Michelangelo Antonioni



Monica Vitti


Lo primero que arremete contra el espectador de El Desierto Rojo (Il Deserto Rosso, Michelangelo Antonioni, 1964) es la fuerza semántica de sus imágenes. Y no por su llamativa recreación al modo melodramático de Powell & Pressburguer, por poner un ejemplo, sino por su cualidad difuminada, artificial y vibrante visible en el uso del color. Un uso desposeído que, sin embargo ,encuentra en el gris de la niebla y las paredes de cemento industrial de Rávena una cierta cualidad semiótica: un gris opaco, narrativo, que evidencia las cosas y los colores que fueron, pero que han mutado hacia un estado distinto. Esta noción de transformación, de cambio en el estado de las estructuras tanto sociales como individuales (así como perceptivas) urde todo un entramado de decidida configuración estética en El Desierto Rojo. Una configuración estética que pretende acaparar en su plasticidad (donde no sólo el gris, sino el rojo o el rosa, por citar ejemplos, resultan imbricados) la nueva mirada de Antonioni sobre el nuevo imaginario moderno del landscape: “mi intención era traducir la poesía de ese mundo, en el que incluso las fábricas pueden ser bellas. Las líneas, las curvas de las fábricas, con sus caminos, pueden ser incluso más bellas que el perfil de los árboles, que estamos ya demasiado acostumbrados a ver” . En los nuevos márgenes que delimitan la radiografía del landscape de la era industrial predomina la niebla, que abstrae las líneas y las curvas de torres eléctricas y de chimeneas nucleares, que masifica los rasgos individuales de los obreros y convierte la experiencia sentimental en una deformación agónica que lucha para inscribirse en la realidad a través del amor. El miedo y el desequilibrio mental de Giuliana (Monica Vitti) rebasa aquí las expectativas amorosas que Corrado pueda asegurarle: ni siquiera la infidelidad a su marido Ugo (Carlo Chionetti) puede asegurarle a Giuliana dónde mirar, como los años no han podido asegurarle a Corrado (Richard Harris) cómo vivir. Los protagonistas, vagabundos y errantes (como Lidia en La Noche o Vittoria en El Eclipse) en un desierto rojo y desconocido, certifican de este modo la problemática moderna de la identidad, que aquí se diluye en un discurso plástico cercano al informalismo o el expresionismo abstracto, donde las figuras, tanto humanas como inanimadas, han dejado de tener entidad propia y se ven arrastradas por una fuerza centrífuga difícilmente comprensible en su multi-determinación. Es por ello que no se puede asignar una interpretación unívoca en términos de denuncia social (contra el progreso y la alienación del individuo) a El Desierto Rojo, como tampoco, en mi opinión, puede estimarse que el filme pretenda únicamente una nueva implementación estética para la realidad industrial, igualmente sugestiva a nivel formal, como expresó el propio Antonioni. El Desierto Rojo camina entre riberas, y es en ese entramado contra-naturalista y configurado desde el compromiso de Antonioni con las imágenes, donde emerge el complejo formalismo que agudiza los hallazgos dialógicos del film: la identidad vacilante, el vacío del intersticio cotidiano, la herrumbre sentimental, la mutación en la concepción pictórica de la realidad y la transformación de las estructuras sociales y económicas como obligada asunción por parte del individuo (aquí todavía industrial) para la apreciación tanto de sí mismo como del mundo en derredor. El Desierto Rojo manifiesta, en suma, una nueva formulación de la mirada cinematográfica para la que el análisis del mundo no es posible sin su formalización discursiva, en cuanto que concibe (como enuncia Corrado en un momento del film) que la respuesta, imposible, a cómo vivir, pasa por dónde mirar (y viceversa).







14 de diciembre de 2008

EL PESO


(fragmento)

De repente no pudo más y las largas pestañas escondieron al cierre de los párpados, pesados como un cemento blando, los ojos enjuagados por las primeras lágrimas. Hacia dónde voy, se dijo, hacia quién voy. La demanda era contra sí mismo, pero Marcel pasaba de advertirlo porque en aquel momento sólo lo inconmensurable del ejercicio memorial venía a cuento. Y de nuevo las entrañas del animal calientes y las vísceras y los órganos funcionales a los que miraba aterrado, desde la distancia, como un horizonte demasiado frágil desde el tren que avanza, mientras la memoria sacudía odios, temblores y otras debacles que Junio ni se inmutó en contrastar. Eran dos pero Marcel nunca se había sentido tan solo frente a la arquitectura doméstica de su casa. Miró la alfombra, verde, de ikea, y recordó por qué. Miró las paredes, pintadas de negro, el cuadro de Chagall, frente al escritorio y las dunas pintadas con acuarela orlando la puerta que daba al lavabo, las miró ondularse, como espigas blandas, las miró y recordó por qué. También el silencio. También el misterio, las alianzas de cara y cruz y las miradas de reojo que Junio proyectaba como si el acontecer no sucediera allí, en aquel lugar común, en aquel lugar-puente, en aquel hemistiquio que de repente horadaba de rencor las pulsiones fatuas y desapasionadas de Marcel. Marcel dijo vete. Marcel interrumpió el silencio y las bocas de su musculatura le abandonaron cuando orgulloso quiso gritar: enmudecieron y su cuerpo se derramó, obeso, como un jersey grueso de invierno, como una hoja seca pero pesada, como un cuerpo muerto, cayó, y de repente pudo oler el polvo de la alfombra verde de ikea y pudo comprobar cómo desde el suelo la perspectiva nos empequeñece como a moscas cuya metafísica se torna demasiado ingenua y primaria. Desde aquí abajo, se dijo, aquí, dijo con voz entrecortada, antes de dormirse, mientras Junio desaparecía y las pastillas en su estómago comenzaban a prender fuego al arcano que señala que todo fluye en el río de la vida menos los cuerpos muertos.





Gravity
No escaping gravity
Gravity
No escaping... not for free


(Special K, Placebo)


Los demócratas
han aprendido
de las moscas:
cuanto mayor
sea el tamaño
de la mierda
tanto más grande
es el consenso.


(Moscas, Roger Wolfe)

6 de diciembre de 2008

Petrarca, fuck





Dull sublunary lovers' love
John Donne






Junio Orestes se ha levantado. al caminar lentamente hacia el baño se ha dado cuenta de que su paso lento sostiene un ritmo pasivo y confuso que no le gusta. mientras mea, le recuerda, y repica en sus oídos un zumbido lejano de angustia. Junio Orestes mira desde la ventana del baño: la ciudad, como un cambalache de dudas y miserias y engaños dulces, dulces como la leche que Junio Orestes bebía de mano de su abuela a los diez años, lejos, lejos de esta ciudad, en un lugar más frío y rencoroso. entonces le punza, arropado en la memoria, la complejidad de la distancia y el tiempo, porque piensa en el tiempo, y en su cuerpo, desnudo e indómito, como otro lugar al que resistirse. Junio Orestes va hacia la cocina. se prepara unas tostadas y un zumo. los fogones están sucios, la grasa es espesa. mastica las tostadas con lentitud, siempre pensativo. sabe contar con los dedos de su mano las veces que ha bebido de un cuerpo turbio, porque la debilidad de Junio Orestes es simple, y se imbrica en la causalidad de su propia degradación moral: no comprende a los hombres. se dirige hacia el salón, casi desnudo, y se detiene ante el amplio ventanal que da a la ronda: ahí están, como bestias que buscan su refugio o huyen de él. junio orestes baja la persiana. hay todavía demasiada luz. la mañana ciega. se sienta y enciende el televisor mientras se pregunta por qué aquel escenario, aquel dormitorio, aquel silencio, la ortopedia de aquellos labios como un cansancio: algo a desechar, basura sentimental. ¿qué fui a buscar, en aquel espacio cerrado? ¿buscaba acaso alimentar mi soledad? ¿mi usura de cuerpo? entonces Junio Orestes intuye que las bocas hambrientas de vacío como la suya difícilmente se dan por saciadas, y se siente defraudado y solo, mientras poco a poco se va adormeciendo como si su cuerpo quisiera protegerle de tanta desolación.
al despertar, Junio Orestes ha pensado en Marcel, en aquel tiempo de infancia. pero no me interesan las usuras de la imagen - se dice - de la imagen del recuerdo o del amor, ni tampoco la construcción del deseo, el centro que el deseo personifica en lo amado, las pasiones de laboratorio que contaminan ciertas películas, series de TV y canciones como un nuevo evangelio del amor más grande que la vida. no me interesa el deseo. ya no -se ha repetido varias veces para sí: ya no me interesa el deseo.
después respira, goza del silencio un momento, tras lo que vuelve su mirada hacia la biblioteca del salón. se levanta. es como un perro, quiere morder la palabra. tras Borges y Carducci: Cernuda, La Realidad y El Deseo, aquel primer libro, aquel primer ultraje de la realidad aprendida en los libros, aquel primer descanso de la rabia del propio cuerpo en la palabra, en la carne lubricada de símbolos y penetrada por aquella imaginería pesada de la melancolía por la belleza que se desvanece. pero aquel libro guarda para Junio Orestes mucho más que un rumor advenedizo de adolescencia, mucho más que una serpiente enroscada en su corazón: fue aquella intuición maldita de otredad, de partición, de ruptura, de escisión frente al mundo y las cosas.
Junio Orestes ríe. lee algunos poemas del libro donde habite el olvido. se recuerda. recuerda la ficción de Junio Orestes que fue. recuerda que fue y que la propia dinamita de la palabra no puede hacer estallar ahora la piedra tan dura que se interpone entre Junio Orestes y Junio Orestes. pero la otredad no se apacigua ni desaparece, porque Junio guarda la conciencia de que la vida no existe sino en la colisión infinita y multideterminada de las partes, demasiado volátiles para la aprehensión, condenadas a evitarse y a colisionar otra vez: como daño, como apego, como simple oposición sin la tiranía del sentido. Junio Orestes se considera débil porque no entiende a los hombres. pero todo va a quedar atrás - piensa - todo va a quedar atrás: el pálido amor lunar de los amantes. el aburrido amor. el amor que se piensa antes de acontecer porque así lo heredamos y se tuerce y se retoma deformado como un cuerpo-muñón, flotando muerto e ingrávido en formol. amor más poderoso que la muerte, dijo Quevedo. puto Quevedo, piensa junio. amor que un alma en dos cuerpos guarece, dijo Petrarca. muerte a Petrarca, piensa junio. ya no creo en los mitos de profundidad - se dice. ya sólo quiero derramarme como un vino que violento devora la superficie: ya sólo adoro tu belleza, cuerpo, la clase y la medida de tu piel, y que el corazón se detenga.







Pero ¿no basta que seas la más sutil apariencia,
Alegrando al corazón que huye de la verdad?
¿Qué más da tontería en ti o qué más da indiferencia?
Te saludo adorno o máscara. Sólo adoro tu belleza.
Baudelaire





La Bolsa neoyorquina terminaba así una jornada muy volátil. Los inversores escucharon con atención al secretario del Tesoro de EE.UU., Henry Paulson, quien poco antes de concluir la jornada bursátil manifestó que los mercados en la nación norteamericana y en otros países continúan bajo una "gran presión", a causa de la falta de confianza en las instituciones financieras.



El País 9-10-08





más amantes pálidos bajo la luna: The Killing Moon, Echo & The Bunnymen








2 de diciembre de 2008

SE HA LEVANTADO rizoma de diciembre




Era como un abrazo ceñido y vaporoso.
Acostumbrar tu piel al tacto de la suya,
imponerlo al salir como una caricia.
Luis Muñoz




se ha levantado. como un fantasma. como un yonki. pero hoy sé que nada le debo. le veo sentado junto al televisor y el pueblo fuera, extirpado. siempre se preguntaba dónde. cómo. siempre le vencían: adoraba la calamidad aprendida arriba, junto a los cristos. pero ya no le debo nada. mi pequeño...mi antiguo pequeño que murió. y sin embargo vuelve diciembre, aquel mes en que más sufría. y sin embargo ahora mira cerca y lejos, como loco, por perderse, sin musculatura, sin máscara breve...qué belleza el justo ángulo del mentón, me dice, la bolsa triste de los ojos, el perfume...como crin de su cabello. nada más. diciembre es otra categoría. otra episteme. nuestra continuidad es demasiado real:
jugadores simultáneos,
limpios tragamos este eslabón último del calendario romano como descreídas bestias a punto de volver a empezar...¿no?




I don't care if monday's blue...
The Cure


homenaje vario



Misántropo, ma non troppo


Que no te pase a ti con los misántropos
lo mismo que a los hombres con los hombres
(Meditaciones, 7, Marco Aurelio)

Durante veinte años he tratado con muy pocas personas.
Desatento a todo lo que no fuera solsticio
o equinoccio,
en la soberanía del invierno
y el verano
celebraba mis fiestas
esperándote.
Adonde me invitaban no acudí.
¿El motivo? Uno solo:
me concentro mejor en un ciprés
que en las conversaciones.
Así he concluido
que cada árbol es un incontable
como el agua.
Así son cada vez más las personas
a las que quiero mucho y veo poco.
Un ángulo me basta,
un libro y un amigo, un sueño breve.
Tiempo para el amor es lo que pido.
En los actos sociales pienso en ti.
Casi siempre
entre el ruido de copas, de palabras,
llega cierto momento en el que pienso:
Necesito urgentemente ver a un limpio de corazón.
Hablar con él. Guardarme entre sus brazos.
Descansar mi cabeza
encima de la roja frecuencia de su vida.
Únicamente esto,
que en los actos sociales pienso en ti.


el magnífico poema es de Juan Antonio González Iglesias (libro: Un ángulo me basta)



[no sólo vuelvo a dos poetas -poemas- y una canción queridos sino a uno de mis pintores favoritos. definitivamente este lunes es muy hopper. painting: cape cod morning, 1950]

19 de octubre de 2008

western



hacia el lejano oeste


ya escuchas a los grandes jefes,

lo adivino en la mueca asustada

que rompe la verja desde donde espiamos

el horizonte

lamer los dedos sucios

la escoria de polvo se anticipa

a la erupción de los jinetes

como la liquidez de un espasmo

desabrocharte los jeans

pronto las primeras flechas

desarmados tu saliva ahora

nos alcanzarán





11 de octubre de 2008

poética # 2: THERE THERE, de radiohead, allí-dónde



why so green and lonely?


we are accidents
waiting, waiting to happen


JUST CAUSE YOU FEEL IT
DOESN'T MEAN IT'S THERE



In pitch dark
I go walking in your landscape



there, there, there, there...






6 de octubre de 2008

¿escribir?


y están cerrados los párpados como el píxel ahora, tan blanco, tan uniforme. por más que hoy creyeras, por más que hoy aguardaras, sería improbable, escribir. pero te seduce el aburrimiento gravitando en torno al hueco, como frenético - un murmuro: no seas sensible, ahora no vengas con el cuento del poeta. una punzada precisa: escribir para qué. todo es vanidad, putito, como dijo marguerite. me aburre la noche. me aburre esta excitación
y el campo estridente al otro lado, como una despensa, la cavidad desnuda de lenguaje donde los alimentos comienzan a entumecerse.
de verdad...no, habitar esta ciudad se vuelve contranatura, lo que no está mal algunas veces. pero algo falla. en 5 metros cuadrados, ¿cuánta miseria cabe?. postales con sombrillas, decorando el juego. un flash back de julio, aquella playa atlántica. vibraciones.
pero si algún temperamento hubiera que pudiera desmembrar sobre la voz, una trayectoria, lo intentaría sólo en la medida que produjera una tenue resonancia. por ejemplo, del deseo. por ejemplo, el desorden o el vacío. algo que no signifique. algo que impida palpar el hueco en que ladran o se callan los perros salvajes de musculatura atrofiada. algo focalizado capaz de auto-escindir su propia perspectiva, algo no coleccionable, entre la migración y la violencia de todos los lances. algo así como el almizcle de baudelaire - aquel poema.

pero qué acometer cuando la electricidad se hace nada. tendría que estar todo comprimido y multideterminado, supongo. podría venderme, chapero de todos ¿qué gusta ser leído? tú lo sabes: que ser simultáneos no es ser contemporáneos.
pero debería estar todo ahí. en una boñiga que no hablara de yo a tú o de tú a yo o simplemente no monologara como voz del UNO. una figura que se deconstruya en la traza, junto a otras.
escucha: no hay profundidad.
mejor: no busco la profundidad, pero sí la distancia en la superficie, los kilómetros que traga la boca del lenguaje a velocidades cambiantes, y el plano oblicuo, cortante, que divide las zonas oscuras impedidas de identidad.
sin embargo, qué aburrimiento. que imposición escribir: no sirvo a la escritura.
aún el poema blanco, el píxel en blanco, uniforme. las lanzas rompen el cristal de la ventana y se hienden en el gramófono de la calle. ¿podría ser éste? ¿el principio del poema? - no, tampoco es esto lo que buscaba.



santos que yo te pinté
demonios se tienen que volver

los planetas


29 de septiembre de 2008

señor, le ofrezco un sombrero...

¿y qué pensaría Nijinski?

Los racionalistas, con sombreros cuadrados,
Piensan, en estancias cuadradas,
Mirando al suelo,
Mirando al techo.
Se limitan
A triángulos rectángulos.
Si intentasen romboides,
Conos, sinuosidades, elipses
-Como, por ejemplo, la elipse de la media luna-
Los racionalistas llevarían sombreros.


wallace stevens






poética del sombrero.


#1
quitarse el sombrero
#2
tirar el sombrero al suelo
#3
pisar el sombrero una vez varias veces
#4
escribir...







20 de septiembre de 2008

galería de identidades viscosas de stella vine


cuerpos en concurso de ruina, celebrities remasterizadas en plastilina de color, deformidades pop nostálgicas, ironía camp, kate moss como beatriz posmoderna, realeza y grunge...
















































[paintings of stella vine. por orden: hi paul, can you come over; richey; kurt; superman; in it for the money; stella spain; jean; holy water can not help you now & eleonor and melissa butterfly]