::::::::en construcción...



28 de diciembre de 2008

TROMPE L'OEIL


Cuando yo tenía dieciséis años más o menos vino a mi casa por primera vez para preguntarme cuál de todos sus dibujos a tinta china era mi preferido. Estuvo una semana insistiendo, entre clase y clase, de camino a casa, en el recreo. No hablábamos con los demás chicos. Recuerdo bien aquella ocasión, casi como si no hubieran pasado los años. La primera vez que alguien me llamo junito. Fue la primera vez que alguien me llamo junito. A su padre lo habían trasladado por trabajo desde Barcelona, así que conservaba, junto a su escuálida y dúctil belleza adolescente, un estatus añadido de exotismo urbano para los niños que como yo pocas veces habíamos salido de aquel pueblo. Mi madre, tras recibirlo con alegría, nos dejó solos en mi habitación. Creo que apagué la lámpara y encendí el flexo del escritorio: la penumbra fue acogedora y él sacó sus láminas. No entendía la razón última por la que se mostraba tan sometido, tan expuesto ante mí, sin que por ello dejara de mostrarse inmune como el cemento ante cualquier colisión en asuntos de opinión. Así es Marcel, ya desde entonces. Fue cediéndome las láminas en escrupuloso orden, como un estricto emisario. La primera impresión fue la de un trabajo esforzado, pero inmediatamente, aquella ordenación de rombos, elipses y perpendiculares que agonizaban en un espacio contraído ante los abundantes trazos geométricos dibujados por Marcel trasladó a mi interior una rara sensación de vértigo y desasosiego que nunca antes había acomodado. Él permanecía expectante ante mi asombro. Recuerdo que lo miré un breve segundo y me sonrío, algo nervioso, como si aquello no fuera con él, algo nervioso como un niño. El primer dibujo era fascinante. Una compleja estructura romboide se cruzaba, alargándose como una espiral infinita, con una estructura elíptica de difícil descripción, que a su vez ejercía de tangente con la repetición de una serie de torsos desnudos de hombre en escorzo. Ambas estructuras convergían a modo de escalera de caracol interminable. Es al menos lo que recuerdo de aquel dibujo. El impacto que inundó las ingenuas cavidades de mi comprensión anterior, y por el contrario, la suavidad contra los ojos de las líneas, de los espacios que se pierden y las correspondencias perfectas gracias a la falsa perspectiva que Marcel había utilizado. Temblé por primera vez, aunque Marcel no se diera cuenta, pues seguí mirando largo rato, excitado, incapaz de apartar la mirada de aquel enjambre, de aquella selva incorrecta, de aquella bifurcación que por primera vez se postró ante mí, como un enorme gato de Cheshire. Marcel comenzó a desesperarse porque sus preguntas sólo encontraban un batiente silencio por mi parte. Recuerdo su insistencia: “y bueno… ¿qué te parecen?”, “junito, vamos junito… ¿no serán tan buenos?, “venga, por favor, dime algo…junito…dime algo”. En un momento determinado, no recuerdo el tiempo total que dediqué finalmente a revisar los dibujos, dejé sobre la alfombra las láminas y me quedé quieto mirando a Marcel, el bello Marcel, con su pelo rizado espesísimo, ya áspero, su mentón, incandescente ante la cetrina luz del flexo sobre el escritorio. En ese momento tuve una erección. A Marcel le dije que me habían impresionado mucho sus dibujos, le detallé lo que para mí eran sus principales virtudes, y algo nervioso le invité a acompañarme al día siguiente a la biblioteca para revisar juntos un libro que había encontrado en el que aparecían algunos dibujos de razonamiento similar a los suyos. Después lo despedí con rapidez, alegando no recuerdo el qué, pero Marcel estaba tan contento por contar con mi aprobación que no pareció importarle en absoluto que tuviera que irse de mi casa. Nos despedimos. Al abrazarle, noté el sudor de su nuca y el pulso algo acelerado, aunque bien podría haber sido el mío. Me apetecía, sobre cualquier otra cosa, estar solo.

Estuve tumbado sobre la cama, boca arriba, con la mirada fija en una grieta del techo que como en las casas antiguas atravesaban enormes y varios tablones, creo que durante unas dos horas. Mi cuerpo temblaba. Igual que una de las espirales que había dibujado Marcel y que yo había disfrutado tanto sin poder comprender apenas su lógica, y que tal vez por ello dejara en mí el rastro de una tristeza solitaria que se diluía en una sensación de vacío extranjera a mí hasta entonces, incomunicable, pero nunca imaginaria, una sensación de ahogo y de erotismo extremo, que proyectaba mi cuerpo hacia un espacio donde lo comprendido debía renovarse o morir, y donde mi prudencia vacilaba comenzando a intuir que sólo las líneas de fuga de un abismo más grande que la voluntad trazan las reglas del juego. Mi cuerpo temblaba. No era, a mi pesar -eso hubiera facilitado las cosas, por conocida – una sensación de miedo. Recuerdo haber sentido algo parecido al leer por vez primera a Gide. O en aquella conversación con Giulia, tarde, muy tarde en la madrugada, mientras estudiábamos, en la universidad, y que también me asaltó como una revelación. Son sin embargo ocasiones similares cuyo efecto no es en absoluto equiparable al que la visita de Marcel me produjo aquella tarde que vino a casa.

Al día siguiente comencé a escribir. Aunque nunca fui un niño docto y cuidado en lecturas, sí había visto un volumen considerado de películas gracias a la afición al cine de mi abuela materna. No hubo preludio alguno, en aquel momento de la noche. Casi un espasmo de mi mano derecha, tumbado sobre la cama. Comencé a escribir como uno comienza a llorar: con el dolor dentro del cuerpo intraducible, opaco de sí mismo, sin itinerario para la voz, voraz como una bocanada, o un grito, que al acontecer se remansa en la devoción por el lenguaje. Comencé a escribir porque mi cuerpo temblaba, y porque el silencio en mi habitación aquella tarde tras la marcha de Marcel me hizo comprender que no me bastaba tan sólo con la comprobación sensorial e intelectual de la angustia, sino que al menos mi cuerpo y mi mente pedían reproducirla y conformarla a una estructura sensual y turbadora como aquella de los dibujos a tinta china de Marcel.

(...)

un gesto no es inicio ni término de nada,

no hay voluntad en el gesto, sino impacto;

un gesto no se hace: acontece.

Y cuando algo acontece no hay escapatoria:

toda mirada tiene lugar en el destello,

toda voz es un signo, toda palabra forma

parte del mismo texto.

Chantal Maillard, Matar a Platón






M.C. Escher, Espiral


22 de diciembre de 2008


EL DESIERTO ROJO



Breve reseña de El Desierto Rojo, de Michelangelo Antonioni



Monica Vitti


Lo primero que arremete contra el espectador de El Desierto Rojo (Il Deserto Rosso, Michelangelo Antonioni, 1964) es la fuerza semántica de sus imágenes. Y no por su llamativa recreación al modo melodramático de Powell & Pressburguer, por poner un ejemplo, sino por su cualidad difuminada, artificial y vibrante visible en el uso del color. Un uso desposeído que, sin embargo ,encuentra en el gris de la niebla y las paredes de cemento industrial de Rávena una cierta cualidad semiótica: un gris opaco, narrativo, que evidencia las cosas y los colores que fueron, pero que han mutado hacia un estado distinto. Esta noción de transformación, de cambio en el estado de las estructuras tanto sociales como individuales (así como perceptivas) urde todo un entramado de decidida configuración estética en El Desierto Rojo. Una configuración estética que pretende acaparar en su plasticidad (donde no sólo el gris, sino el rojo o el rosa, por citar ejemplos, resultan imbricados) la nueva mirada de Antonioni sobre el nuevo imaginario moderno del landscape: “mi intención era traducir la poesía de ese mundo, en el que incluso las fábricas pueden ser bellas. Las líneas, las curvas de las fábricas, con sus caminos, pueden ser incluso más bellas que el perfil de los árboles, que estamos ya demasiado acostumbrados a ver” . En los nuevos márgenes que delimitan la radiografía del landscape de la era industrial predomina la niebla, que abstrae las líneas y las curvas de torres eléctricas y de chimeneas nucleares, que masifica los rasgos individuales de los obreros y convierte la experiencia sentimental en una deformación agónica que lucha para inscribirse en la realidad a través del amor. El miedo y el desequilibrio mental de Giuliana (Monica Vitti) rebasa aquí las expectativas amorosas que Corrado pueda asegurarle: ni siquiera la infidelidad a su marido Ugo (Carlo Chionetti) puede asegurarle a Giuliana dónde mirar, como los años no han podido asegurarle a Corrado (Richard Harris) cómo vivir. Los protagonistas, vagabundos y errantes (como Lidia en La Noche o Vittoria en El Eclipse) en un desierto rojo y desconocido, certifican de este modo la problemática moderna de la identidad, que aquí se diluye en un discurso plástico cercano al informalismo o el expresionismo abstracto, donde las figuras, tanto humanas como inanimadas, han dejado de tener entidad propia y se ven arrastradas por una fuerza centrífuga difícilmente comprensible en su multi-determinación. Es por ello que no se puede asignar una interpretación unívoca en términos de denuncia social (contra el progreso y la alienación del individuo) a El Desierto Rojo, como tampoco, en mi opinión, puede estimarse que el filme pretenda únicamente una nueva implementación estética para la realidad industrial, igualmente sugestiva a nivel formal, como expresó el propio Antonioni. El Desierto Rojo camina entre riberas, y es en ese entramado contra-naturalista y configurado desde el compromiso de Antonioni con las imágenes, donde emerge el complejo formalismo que agudiza los hallazgos dialógicos del film: la identidad vacilante, el vacío del intersticio cotidiano, la herrumbre sentimental, la mutación en la concepción pictórica de la realidad y la transformación de las estructuras sociales y económicas como obligada asunción por parte del individuo (aquí todavía industrial) para la apreciación tanto de sí mismo como del mundo en derredor. El Desierto Rojo manifiesta, en suma, una nueva formulación de la mirada cinematográfica para la que el análisis del mundo no es posible sin su formalización discursiva, en cuanto que concibe (como enuncia Corrado en un momento del film) que la respuesta, imposible, a cómo vivir, pasa por dónde mirar (y viceversa).







14 de diciembre de 2008

EL PESO


(fragmento)

De repente no pudo más y las largas pestañas escondieron al cierre de los párpados, pesados como un cemento blando, los ojos enjuagados por las primeras lágrimas. Hacia dónde voy, se dijo, hacia quién voy. La demanda era contra sí mismo, pero Marcel pasaba de advertirlo porque en aquel momento sólo lo inconmensurable del ejercicio memorial venía a cuento. Y de nuevo las entrañas del animal calientes y las vísceras y los órganos funcionales a los que miraba aterrado, desde la distancia, como un horizonte demasiado frágil desde el tren que avanza, mientras la memoria sacudía odios, temblores y otras debacles que Junio ni se inmutó en contrastar. Eran dos pero Marcel nunca se había sentido tan solo frente a la arquitectura doméstica de su casa. Miró la alfombra, verde, de ikea, y recordó por qué. Miró las paredes, pintadas de negro, el cuadro de Chagall, frente al escritorio y las dunas pintadas con acuarela orlando la puerta que daba al lavabo, las miró ondularse, como espigas blandas, las miró y recordó por qué. También el silencio. También el misterio, las alianzas de cara y cruz y las miradas de reojo que Junio proyectaba como si el acontecer no sucediera allí, en aquel lugar común, en aquel lugar-puente, en aquel hemistiquio que de repente horadaba de rencor las pulsiones fatuas y desapasionadas de Marcel. Marcel dijo vete. Marcel interrumpió el silencio y las bocas de su musculatura le abandonaron cuando orgulloso quiso gritar: enmudecieron y su cuerpo se derramó, obeso, como un jersey grueso de invierno, como una hoja seca pero pesada, como un cuerpo muerto, cayó, y de repente pudo oler el polvo de la alfombra verde de ikea y pudo comprobar cómo desde el suelo la perspectiva nos empequeñece como a moscas cuya metafísica se torna demasiado ingenua y primaria. Desde aquí abajo, se dijo, aquí, dijo con voz entrecortada, antes de dormirse, mientras Junio desaparecía y las pastillas en su estómago comenzaban a prender fuego al arcano que señala que todo fluye en el río de la vida menos los cuerpos muertos.





Gravity
No escaping gravity
Gravity
No escaping... not for free


(Special K, Placebo)


Los demócratas
han aprendido
de las moscas:
cuanto mayor
sea el tamaño
de la mierda
tanto más grande
es el consenso.


(Moscas, Roger Wolfe)

6 de diciembre de 2008

Petrarca, fuck





Dull sublunary lovers' love
John Donne






Junio Orestes se ha levantado. al caminar lentamente hacia el baño se ha dado cuenta de que su paso lento sostiene un ritmo pasivo y confuso que no le gusta. mientras mea, le recuerda, y repica en sus oídos un zumbido lejano de angustia. Junio Orestes mira desde la ventana del baño: la ciudad, como un cambalache de dudas y miserias y engaños dulces, dulces como la leche que Junio Orestes bebía de mano de su abuela a los diez años, lejos, lejos de esta ciudad, en un lugar más frío y rencoroso. entonces le punza, arropado en la memoria, la complejidad de la distancia y el tiempo, porque piensa en el tiempo, y en su cuerpo, desnudo e indómito, como otro lugar al que resistirse. Junio Orestes va hacia la cocina. se prepara unas tostadas y un zumo. los fogones están sucios, la grasa es espesa. mastica las tostadas con lentitud, siempre pensativo. sabe contar con los dedos de su mano las veces que ha bebido de un cuerpo turbio, porque la debilidad de Junio Orestes es simple, y se imbrica en la causalidad de su propia degradación moral: no comprende a los hombres. se dirige hacia el salón, casi desnudo, y se detiene ante el amplio ventanal que da a la ronda: ahí están, como bestias que buscan su refugio o huyen de él. junio orestes baja la persiana. hay todavía demasiada luz. la mañana ciega. se sienta y enciende el televisor mientras se pregunta por qué aquel escenario, aquel dormitorio, aquel silencio, la ortopedia de aquellos labios como un cansancio: algo a desechar, basura sentimental. ¿qué fui a buscar, en aquel espacio cerrado? ¿buscaba acaso alimentar mi soledad? ¿mi usura de cuerpo? entonces Junio Orestes intuye que las bocas hambrientas de vacío como la suya difícilmente se dan por saciadas, y se siente defraudado y solo, mientras poco a poco se va adormeciendo como si su cuerpo quisiera protegerle de tanta desolación.
al despertar, Junio Orestes ha pensado en Marcel, en aquel tiempo de infancia. pero no me interesan las usuras de la imagen - se dice - de la imagen del recuerdo o del amor, ni tampoco la construcción del deseo, el centro que el deseo personifica en lo amado, las pasiones de laboratorio que contaminan ciertas películas, series de TV y canciones como un nuevo evangelio del amor más grande que la vida. no me interesa el deseo. ya no -se ha repetido varias veces para sí: ya no me interesa el deseo.
después respira, goza del silencio un momento, tras lo que vuelve su mirada hacia la biblioteca del salón. se levanta. es como un perro, quiere morder la palabra. tras Borges y Carducci: Cernuda, La Realidad y El Deseo, aquel primer libro, aquel primer ultraje de la realidad aprendida en los libros, aquel primer descanso de la rabia del propio cuerpo en la palabra, en la carne lubricada de símbolos y penetrada por aquella imaginería pesada de la melancolía por la belleza que se desvanece. pero aquel libro guarda para Junio Orestes mucho más que un rumor advenedizo de adolescencia, mucho más que una serpiente enroscada en su corazón: fue aquella intuición maldita de otredad, de partición, de ruptura, de escisión frente al mundo y las cosas.
Junio Orestes ríe. lee algunos poemas del libro donde habite el olvido. se recuerda. recuerda la ficción de Junio Orestes que fue. recuerda que fue y que la propia dinamita de la palabra no puede hacer estallar ahora la piedra tan dura que se interpone entre Junio Orestes y Junio Orestes. pero la otredad no se apacigua ni desaparece, porque Junio guarda la conciencia de que la vida no existe sino en la colisión infinita y multideterminada de las partes, demasiado volátiles para la aprehensión, condenadas a evitarse y a colisionar otra vez: como daño, como apego, como simple oposición sin la tiranía del sentido. Junio Orestes se considera débil porque no entiende a los hombres. pero todo va a quedar atrás - piensa - todo va a quedar atrás: el pálido amor lunar de los amantes. el aburrido amor. el amor que se piensa antes de acontecer porque así lo heredamos y se tuerce y se retoma deformado como un cuerpo-muñón, flotando muerto e ingrávido en formol. amor más poderoso que la muerte, dijo Quevedo. puto Quevedo, piensa junio. amor que un alma en dos cuerpos guarece, dijo Petrarca. muerte a Petrarca, piensa junio. ya no creo en los mitos de profundidad - se dice. ya sólo quiero derramarme como un vino que violento devora la superficie: ya sólo adoro tu belleza, cuerpo, la clase y la medida de tu piel, y que el corazón se detenga.







Pero ¿no basta que seas la más sutil apariencia,
Alegrando al corazón que huye de la verdad?
¿Qué más da tontería en ti o qué más da indiferencia?
Te saludo adorno o máscara. Sólo adoro tu belleza.
Baudelaire





La Bolsa neoyorquina terminaba así una jornada muy volátil. Los inversores escucharon con atención al secretario del Tesoro de EE.UU., Henry Paulson, quien poco antes de concluir la jornada bursátil manifestó que los mercados en la nación norteamericana y en otros países continúan bajo una "gran presión", a causa de la falta de confianza en las instituciones financieras.



El País 9-10-08





más amantes pálidos bajo la luna: The Killing Moon, Echo & The Bunnymen








2 de diciembre de 2008

SE HA LEVANTADO rizoma de diciembre




Era como un abrazo ceñido y vaporoso.
Acostumbrar tu piel al tacto de la suya,
imponerlo al salir como una caricia.
Luis Muñoz




se ha levantado. como un fantasma. como un yonki. pero hoy sé que nada le debo. le veo sentado junto al televisor y el pueblo fuera, extirpado. siempre se preguntaba dónde. cómo. siempre le vencían: adoraba la calamidad aprendida arriba, junto a los cristos. pero ya no le debo nada. mi pequeño...mi antiguo pequeño que murió. y sin embargo vuelve diciembre, aquel mes en que más sufría. y sin embargo ahora mira cerca y lejos, como loco, por perderse, sin musculatura, sin máscara breve...qué belleza el justo ángulo del mentón, me dice, la bolsa triste de los ojos, el perfume...como crin de su cabello. nada más. diciembre es otra categoría. otra episteme. nuestra continuidad es demasiado real:
jugadores simultáneos,
limpios tragamos este eslabón último del calendario romano como descreídas bestias a punto de volver a empezar...¿no?




I don't care if monday's blue...
The Cure


homenaje vario



Misántropo, ma non troppo


Que no te pase a ti con los misántropos
lo mismo que a los hombres con los hombres
(Meditaciones, 7, Marco Aurelio)

Durante veinte años he tratado con muy pocas personas.
Desatento a todo lo que no fuera solsticio
o equinoccio,
en la soberanía del invierno
y el verano
celebraba mis fiestas
esperándote.
Adonde me invitaban no acudí.
¿El motivo? Uno solo:
me concentro mejor en un ciprés
que en las conversaciones.
Así he concluido
que cada árbol es un incontable
como el agua.
Así son cada vez más las personas
a las que quiero mucho y veo poco.
Un ángulo me basta,
un libro y un amigo, un sueño breve.
Tiempo para el amor es lo que pido.
En los actos sociales pienso en ti.
Casi siempre
entre el ruido de copas, de palabras,
llega cierto momento en el que pienso:
Necesito urgentemente ver a un limpio de corazón.
Hablar con él. Guardarme entre sus brazos.
Descansar mi cabeza
encima de la roja frecuencia de su vida.
Únicamente esto,
que en los actos sociales pienso en ti.


el magnífico poema es de Juan Antonio González Iglesias (libro: Un ángulo me basta)



[no sólo vuelvo a dos poetas -poemas- y una canción queridos sino a uno de mis pintores favoritos. definitivamente este lunes es muy hopper. painting: cape cod morning, 1950]