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30 de enero de 2009

POR UNA POÉTICA SODOMÍTICA

Entre los márgenes de los días y los sucesos las cosas se transforman. Los categorías se agrietan (creo que tenemos claro que nacieron para ello) y las terquedades se estiran, como una goma envejecida que aún grita dispuesta a la tensión y a las paradojas –éstas, sin duda, las más bellas bailarinas. Mientras tanto van por ahí nuestras ficciones, nuestros fantasmas, desembocando con más o menos fortuna en la vaporosa e improvisada asunción de un relato – el texto, la vida - que se escribe sin objeto ni target (al menos, para el tipo que esto escribe). Desembocando, al fin, en la sodomía como poética. Quiero proponer la sodomía como poética. Dos casualidades, quizás tres, están en el punto de partida de esta intuición.

En primer lugar, un texto de Foucault (Theatrum Philosoficum) que leí hace unos meses. En él, Michel trazaba una comparativa crítica entre una metafísica del Uno Bueno y otra, que representaba para él la obra de Guilles Deleuze, fundamentada en la ausencia de Dios y en los juegos epidérmicos de la perversidad. Decía, anoté esta cita en la primera página de mi libreta, “el dios muerto y la sodomía como focos de la nueva elipse metafisica”. Los juegos epidérmicos, la literatura de la traza, del ritmo, de la obscenidad del lenguaje, no del Yo monológico, no de la totalización de un mundo cuya naturaleza es bondad. Se me puso dura. La obra de Bataille, de Sade…me vino a la cabeza Genet, me vino a la cabeza Querelle de Brest. Me vino a la cabeza el turbio y encantador aroma de la película de Fassbinder (también la pirotécnia siempre en fragua de la poesía de Baudelaire. Siempre Baudelaire). Querelle el asesino, el traidor, el beau satan, cuya belleza (auténtica epidermis de la idea del mal) reclama el crimen y la perversidad para la forma estética. La sodomía como poética se me figuró sin embargo como una forma de suspender la idea humanista de traslación del sentido (autor-mundo-tradición-obra-lector) más que como un vehículo para imantar la representación del mal. La sodomía como poética literaria me hacía pensar el texto como epidermis, es decir, como el lugar-continente donde acontece la sensualidad, lo intuitivo, la vaporosa voluptuosidad de los fantasmas. Donde el significado y los frutos de la fruición metafísica con el sentido dentro de la obra han desaparecido para dejar lugar tan sólo al placer de la misma, al acto sodomítico en sí, no a la fecundidad del autor hacia el mundo o su experiencia. La poética de la sodomía como punto de ruptura hacia el orden natural tradicional (contra la idea de sustancia) y al mismo tiempo, como una rara avis, como algo torcido que inocula en el simulacro del mundo una nueva formulación, radicalmente distinta, de la creación. Ahora, desde la distancia, veo también y añado la deuda enorme que estas ideas tienen con el pensamiento de Chantal Maillard acerca de la creación. Admiro profundamente a Chantal. Sobre todo la concepción que ésta tiene del poema (escritura) como gesto: es en el gesto donde deviene el ritmo, un ritmo que acontece y forma sentido, una dirección o trayectoria, una traza. El artista es para Maillard tan sólo un hacedor, un tipo listo que se sitúa en la confluencia de las cosas con la epidermis del mundo, y las engarza ahí, sensualmente, y él calla.







Un ejemplo, causa segunda que me llevó a pensar en todo esto (bueno, tercera, sumada Maillard) es la obra de Marguerite Duras. En la redacción de un trabajo sobre la aplicación del mundo nouveau roman de la Duras en la película de Alain Resnais (en este mismo blog publiqué unos fragmentos) Hiroshima, mon amour, caí en la cuenta, revisando algunas de sus novelas, de la importancia que el ritmo de su sintaxis adquiría en las mismas como aspecto central de su eficiencia estética a la hora de crear sentido para el lector. Creo que la llamé sintaxis sodo-mítica. El guión quiere advertir la distancia de su escritura con aquella idea mítica de la literatura que Marguerite tan bien zanjó en un fragmento de su novela El amante (que transcribo a continuación, no me puedo resistir):

“La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie (…) Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada. A veces sé eso: que desde el momento en que no es, confundiendo las cosas, ir en pos de la vanidad y el viento, escribir no es nada. Que desde el momento en que no es, cada vez, confundiendo las cosas en una sola incalificable por esencia, escribir no es más que publicidad”.

La poética sodo-mítica estaría presidida por esta idea de rotura del pudor. Pudor entendido como represión que opera a favor de una cierta trascendencia moral. La sintaxis de Marguerite Duras sería entonces un paradigma de sus efectos: la musicalidad que provoca el ritmo entrecortado de su escritura remite a un tiempo muerto, cinematográfico, no iterativo, que deforma la diégesis narrativa ensanchándola hacia el abismo, resbalando sobre él sin detenerse aquí o allá. Su lentitud, sus silencios hacen avanzar la parataxis del sentido quebrado, contagiado sintagma tras sintagma, mientras el ritmo acontece: auto-lascivia sintáctica que sólo remite a sí misma, como un simulacro que nada cierra en torno al sentido que yace cuarteado e inasible en la epidermis voluptuosa y fantasmal del texto. La tematización llevada a cabo por la Duras en una novela corta como Los ojos azules Pelo negro, fluye también dentro de la poética de la sodomía. La asociación entre homosexualidad, palabra ausente en el texto, y esterilidad, a la que el ictus del sentido del amor "vivido de manera horrible" avoca a los personajes, desemboca en la aguas pantanosas en las que conceptos como la identidad, el deseo, la sexualidad o el miedo, son llevados a un territorio donde anida tan sólo una intemperie yerma y si cobijo, que cataliza la trasgresión hacia una representación de las relaciones personales más compleja y perversa.
En la actualidad, es para mí muy interesante, dentro de la perspectiva de esta poética, la obra de Michel Houellebecq. Sus personajes protagonistas, masculinos y heterosexuales, son a menudo onanistas cuyas relaciones sexuales con la sociedad liberal se satisfacen a través de la prostitución, los encuentros eróticos esporádicos, o el turismo sexual: han renunciado al sistema patriarcal tradicional como construcción de un sentido (ahora esparcido y ausente en la penumbra y la simulación de la sociedad de información y consumo). Un tipo delicioso, Houellebecq.



Por último, y en cuarto lugar, creo, la formulación de esta poética surgió tras las intuiciones derivadas de algunos textos sobre estudios queer que estoy leyendo en la actualidad. Sobre todo, en lo referente a la idea de performatividad asociada al género sexual, desarrollada, en lo poco que he leído, por Judith Butler y Eve K. Sedgwick. La performatividad queer tomaría para Sedgwick de la performatividad lingüística la idea de que el lenguaje puede producir efectos (de identidad, de sometimiento, de desafío etc) es decir, trata el uso del lenguaje como herramienta del poder para crear posiciones. En tanto que queer viene a significar, como categoría semántica, aquello torcido, raro, no acoplable a las leyes naturales ni morales, ni tan siquiera legales o civiles de la sociedad (como demuestra el caso de Querelle, de Genet) la poética sodomítica, en cuanto que pretende desconstituir el sujeto tradicional no podría prescindir de un uso perverso del término queer, del campo semántico de lo queer, consciente de que la apertura de la categoría pueda convertirse en un emplazamiento para usos aún no determinados del término, tal y como señala Butler.

Las ideas de Butler me llevaron a pensar en algo fundamental, ya aludido, para la poética sodomítica, como es "la descentralización del sujeto como origen y como propietario de aquello que dice". Butler acude de nuevo para explicarlo a la performatividad del discurso, pues implica que el discurso tiene una historia que le precede y que condiciona sus usos contemporáneos. Las dudas me asaltan sin embargo en cuanto a la categoría queer. Pues como categoría identitaria, se opone a aquella epidermis voluptuosa y carnal del texto y sus espirales semánticas que más arriba reclamaba. La politización de la id-entidad (la cual constituye el núcleo a derribar de la poética sodomítica) y del deseo a través de la utilización de una categoría cerrada contradeciría el campo de acción en que se mueve esta poética. Sin embargo, y paradójicamente, creo que un acercamiento de lo queer (en tanto que aquello torcido, negado a disolverse en la normalidad de una sociedad civil conservadora y dócil) sí que podría superponerse a los juegos epidérmicos y fantasmales, que operan a nivel estético en la misma dirección y sobre los que el término reclamaría, lo dijo la Butler, una inversión respecto de la historicidad constitutiva, un colapso, una trasgresión.
Por ahora dejémoslo aquí. En esta vaga formulación de intuiciones más o menos precisas, más o menos acertadas. Habrá que esperar a que la disciplina me atenga al caso para darle algo más de forma, y sobre todo, algo más de in-coherencia.

9 de enero de 2009

EL CUERPO Y EL HORROR


Reseña de La Ofensa y Derrumbe, de Ricardo Menéndez Salmón






Un artista es una criatura impulsada por demonios
Faulkner



“El poder del miedo reside en los detalles. Resulta fácil olvidarse de los grandes azotes: genocidios, bombas atómicas, epidemias. Pero a quién no le aterraría el primer plano de una aguja clavada en una garganta que palpita”. El fragmento citado pertenece a Derrumbe (Seix Barral 2008), de Ricardo Menéndez Salmón, y distingue la apuesta asumida por el escritor en cuanto a la representación del mal (o crimen o terror o destrucción) tal y como afecta y se entiende en la contemporaneidad, pero también de todas aquellas perturbaciones que éste inocula en la estructura social coetánea: el dolor, la atrofia identitaria, el nihilismo o la violencia, por poner algunos ejemplos de los tematizados en el libro. El mal (y sus venenos) no es un tema ajeno a RMS, La Ofensa (Seix Barral 2007) dibujaba ya en el contexto histórico de la segunda guerra mundial la debacle sensitiva y moral de su protagonista en su encuentro con esta bestia rubia.
El tratamiento de esta reflexión debe contextualizarse correctamente. En este aspecto, la densidad filosófica de RMS no puede ocultar el poso de toda su mecánica literaria: la asunción de haber superado un último eslabón histórico, tras el cual la conciencia del hombre ha quedado sumida en un absurdo que da por superada la razón de la sociedad racional (tal y como Adorno apuntó en su Dialéctica de la Ilustración). Ni Kurt, ni Manila, ni Valdivia pueden ser ya héroes, acaso no puedan ni acometer un entendimiento de la realidad cuyas circunstancias les superan. Sin embargo, se puede comprobar tanto en La Ofensa como en Derrumbe una preocupación ontológica por el mal que va más allá del presente: es la historia de Francia devastada por la guerra, de Promenadia violada, pero también del asedio terrorista a Troya, también de Bizancio (“vivimos en Bizancio” le dice a Manila su mujer), la historia de una decadencia y los fantasmas que conlleva. No creo, a pesar de ello, que la efectividad narrativa y literaria funcione pareja en ambos libros. Tampoco que resulten igual de atractivos para el lector de hoy. Si La Ofensa narra la estéril lucha de la voluntad y la identidad frente al horror, el anclaje de su artefacto estético a un tiempo histórico cerrado propicia que el holocausto (o las traiciones de guerra) sea desde la distancia de su horror un escenario mil veces visitado para el lector contemporáneo no sólo por la literatura, sino por múltiples y mezclados discursos (históricos, políticos, populares etc) que neutralizan el campo semántico de especulación, a pesar de que RMS afronte su relato valiéndose de una narratología nada totalizadora. Esto no implica que la escritura de la violencia en la novela no estremezca (como demuestra, por ejemplo, la crudeza en el registro de la ejecución de soldados en el hospital, muertos “como si estuvieran disparando sobre armiños o sobre focas”) o algunos nudos temáticos (la reflexión acerca del cuerpo, la expiación de la culpa o la voluntad) no sean tratados con una cuidada indagación. No se trata de eso. Kurt es la víctima de una época zanjada. Pero aunque Manila, Valdivia, Vera…sean personajes que, al igual que Kurt, dependan de un destino ligado a las leyes del azar en un mundo dominado por la violencia y la falta de sentido (“el sentido de la vida es su carencia” dice Manila), su espacio semiótico de acción es otro: el presente en devenir, es decir, inconcluso, la materia del simulacro que se nutre tanto del hiperconsumo como de la filosofía de Kant, tanto de la bildungsroman como de la pornografía. La extirpación conceptual del horror que RMS lleva a cabo inserta el concepto del mal en la cotidianidad más reconocible: la sociedad de consumo (botellas de leche), los mass media (Los Arrancadores en TV) o la propia geografía urbana (reconvertida aquí en un “pantano moral”). La eficiencia con la que el escritor especula en este nuevo espacio semántico contemporáneo es asombrosa: si en La Ofensa articulaba el relato en torno a un solo personaje (Löwitsch, Ermelinde y Lasalle no alcanzan la autonomía y la definición de los protagonista de Derrumbe) y la intervención de la omnisciencia narrativa se expandía en mayor grado, en Derrumbe, RMS abre el espacio a una auténtica amalgama de personajes que interaccionan sin saberlo (Mortenblau, Manila y su mujer, Valdivia, Menezes y Vera) apropiándose a su vez de una serie de discursos cuyo tratamiento narrativo y estético RMS deja abierto para que el sentido circule, para que finalmente se torne inaprensible: el asesino en serie, el deseo sexual, la venganza, el miedo, la fe, la paternidad, la tecnología y la ciencia, el consumo desmedido, el odio, la belleza y el arte, la identidad, la cultura o la inutilidad de los sistemas filosóficos para la comprensión del mundo fenoménico, son algunos de los hilvanados por estos personajes, constituyendo una verdadera novela polifónica, donde la ambivalencia de la escritura (con carnaval incluido) nos devela un mosaico de particularidades inmenso en su proceso dialógico. No cabe duda que La Ofensa no es por ello una novela monológica (no, al menos, en el sentido en que Bajtin la entendía) pero es, en contraste, una novela más monológica que Derrumbe.
La fragmentación más acusada de la narración en esta última obedece también a esta trayectoria apuntada. El uso del fragmento en la literatura de RMS está, a su vez, al servicio de un propósito narrativo que se repite tanto en La Ofensa como en Derrumbe: el uso del fragmento (emplazado, en estas dos novelas, dentro de una estructura ternaria) encarna la renuncia a una literatura de la totalización, realista en el sentido decimonónico del término, y atiende a uno de los presupuestos más ineludibles de la posmodernidad literaria: aquello que Lyotard señaló como crisis de los metadiscursos legitimadores y que no es otra cosa que la dispersión de la función narrativa del relato moderno. El uso de la elipsis (que en Derrumbe alcanza un grado de sutileza magistral, véase el asesinato de la mujer de Manila) refuerza esta poética del vacío y los tiempos muertos que deja al lector la difícil tarea de reconstruir un sentido que aquí se mueve entre los márgenes del simulacro, formalizando a través de la fragmentación del relato los mismos “agujeros negros” que absorben cualquier posibilidad de redención mediante el entendimiento para Kurt o Manila. Hay que señalar que el uso de la fragmentación por RMS dista de la utilizada por otros escritores coetáneos, por ejemplo, en el caso de Nocilla Dream, de Agustín Fernández Mallo, en la que el fragmento se adhiere a una serie de eslabones semióticos cuya función es la negación de la propia estructuralidad del relato, dentro de la lógica rizomática enunciada por Guilles Deleuze. No es el caso de RMS, el cual evidencia en estos dos libros la preocupación por una estructura que, a través de la elipsis y el distinto uso del tiempo narrativo (por ejemplo, la primera parte de La Ofensa aborda dos años, mientras que la tercera hace lo propio con un solo día) ofrezca al lector el desarrollo del relato dentro de una progresión circular, que impulsa a sus protagonistas a acabar en un espacio próximo al del punto de partida (caso de Kurt o Manila).
Esta estructuralidad de la narrativa de RMS se apoya también en otra serie de elementos para su desarrollo: el uso de la escena y la técnica cinematográfica, la comparación, la enumeración y la omnisciencia narrativa.
La utilización de la técnica narrativa cinematográfica (a la cual le es también propio el uso de la elipsis) es más evidente en Derrumbe, a pesar de que en la tercera parte de La Ofensa, las referencias al film noir se hagan evidentes, aunque se tiñan aquí de un eco kafkiano más ineludible. Sin embargo, existen momentos en Derrumbe (ver el asesinato narrado en la página 39) en que el fragmento se convierte en una mera descripción del paisaje de la violencia y el horror, en los cuales el narrador omnisciente detalla, como si fuera una cámara fija ante un profílmico desolador, el rastro del crimen perpetrado. RMS se nutre (o evoca) además, de abundantes referencias cinematográficas: Seven, de David Fincher; El silencio de los corderos, de Jonathan Demme o Elephant, de Gus Van Sant son algunas de ellas.
Esta primacía de la imagen propia de la experiencia contemporánea, contrasta con el uso de la comparación (y la enumeración) que acata la función de la desterritorialización del estatus que la imagen juega en nuestros días. Una lectura no atenta, sino vaga y superficial tanto de La Ofensa como de Derrumbe nos dejaría claro la abundancia, por no decir saturación, con que el relato se ve enriquecido de comparaciones. La comparación desempeña aquí la voluntad de trascender ese modelo narrativo sustentado en la imagen para ir más allá: donde lo descrito, por categórico, no tiene vigencia, y la gradación conforma un espacio donde el significado y la concentración dramática se ensanchan propiciando una densidad filosófica característica en la escritura de RMS. Baste este fragmento de Derrumbe para señalarlo: “Se marchó, pues, latiendo como un bubón purulento, lleno de tesón y hambriento de sangre como un leviatán enfurecido, parecido a un perro que se acaba de contagiar de la rabia pero aún no lo sabe y confunde su fiebre con algo parecido a la sed”.
A esta densidad reflexiva y dramática le son propios una serie de “objetos” que posibilitan la especulación de RMS. Uno de los principales es el cuerpo. “El hombre convive con su cuerpo, pero no lo conoce” dice el narrador acerca de Kurt. “Puta carne” dice Manila. Desde la meditación en torno al cuerpo, núcleo epistemológico de La Ofensa, hasta la abyección corporal mostrada en Derrumbe, el cuerpo ejerce como objeto que media entre la realidad y el “otro”: el monstruo o el hombre moral, la carne o el deseo, la violencia o la necesidad de redención. El cuerpo separa la materia de la ética, es la frontera donde sacude el dolor o la incomprensión, donde la sensibilidad o la fertilidad, lejos de convertirse en dones de la naturaleza, se tornan demonios. El acusado uso de la descripción escatológica y de la poética de la abyección, más evidente en Derrumbe, viene a atestiguarlo. La nada celiniana escritura de RMS se asemeja al autor de Viaje al fin de la noche en la representación de la abyección con una doble intencionalidad: íntima, o del dolor; y pública, o del horror. El cuerpo insensible de Kurt, como Promenadia, como ese pabellón con un tumor cancerígeno que es Corporama, como la casa de los zurdos (donde el cuerpo es solo objeto de pornografía) o los cuerpos muertos en manos de Mortenblau, es el espacio fronterizo que señala un estado podrido, infecto de los “órganos” tanto civiles como individuales de una sociedad, la de la segunda guerra mundial o la contemporánea, que no puede rebasar una confusa estación de derrumbe. El cuerpo es un cronotopo, señala el punto de partida y regreso de la huída del miedo y la búsqueda del sentido contemporáneas: al igual que Promenadia misma, la casa londinense o la casa de los zurdos, entre otros, el cuerpo señala el lugar de un lugar, donde la mutación y la fatalidad obligan a cambiar y a empezar de nuevo, y donde la transición le asegura habitación tan sólo al vacío.