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23 de febrero de 2009

MARCEL, A TRAVÉS DEL ESPEJO

Lo comprendí más tarde, un día de enero, creo que sobre las ocho de la tarde. El estómago vacío, el informativo del canal internacional retransmitía en directo la comparecencia pública del presidente tras las inmolaciones de la calle Muntaner. Recuerdo que pensé en Giulia, y que mi estómago se encogió un poco más. Recuerdo la perturbación de la normalidad del cuerpo ante las imágenes que mostraban otros cuerpos mutilados bajo las ruinas. Recuerdo, por encima, sobrevolando todos los impactos, como loca, una densa sensación de vacuidad.

Giulia estaba bien. Ni siquiera estaba en su casa. Ni siquiera se había enterado. Lo supe media hora después. Fue extraño, porque tras colgar el teléfono me quedé de pie en la cocina, ensimismado frente a la olla donde el agua bullía, igual que las imágenes, recuerdo, se derramaban por los bordes de la televisión inundando de pánico la ciudad. La olla bullía. La sensación de vacuidad bullía. Y yo pensé supongo en la muerte y el horror, en la vorágine de aquella catástrofe. Pero también recordé a Marcel, mientras el recuento de víctimas y sus variaciones alcanzaban cifras realmente feroces. Y así, ensimismado, pude haber confundido aquella tarde la espuma que hervía en la olla con la boca de un perro enfermo, con la nieve sucia derritiéndose entre el barro o con la calamidad de cualquier albura cuyo estado físico está transformándose. El gesto del agua bullendo en la olla señaló aquella tarde la hora obscena para la miseria del hombre, los puntos de fuga que trazan sobre el espacio vacío las líneas que van prefigurando un monstruo.

Uno nunca sabe cómo enfrentarse a la ausencia, Marcel. He apagado la televisión. No soporto las cifras, las estadísticas: no creo que haya nada más allá de un hombre muerto. He apagado la televisión y veinte minutos después he llegado a pensar esto, que uno nunca sabe cómo enfrentarse a la ausencia. Subir y bajar el telón, enmascarar la pureza del vacío tras él. O bien dejarlo en suspenso, para que todo el mundo mire, ahí: obscena como la ficción que enmendamos, Marcel, la ausencia. Pero la cuestión es otra. La cuestión es ¿por qué aceptamos habitar esa ficción? Un rompecabezas de piezas que se destruyen cada vez que se arman, como nosotros, una ficción perversa, la de los días en que quisimos ser los mejores novelistas, Marcel, y perdimos el hilo, la trama, fuimos algo que ni siquiera podemos restituir con los recuerdos, tan mediocres, de los que desconfío, de los que desconfío. Porque no hay cuerpo. Aunque este lugar sea el mismo lugar. Aunque este lugar que ubica otra angustia sobre el mismo cuerpo sea un lugar transitado: escucha, este lugar es otro lugar, porque los cuerpos que lo recorren, nuestro cuerpos han virado y las mañanas, el viaje en metro hasta el extrarradio y las guarderías, a las cinco de la tarde, escupen otra rabia y desengaño.
Pero es el mismo lugar. Un tablero donde sólo encajan algunas figuras, Marcel, intercambiables, algunos productos de consumo, perecederos y reciclables, sobre las estanterías del supermercado.

¿Qué queda de Marcel? Porque yo lo inventé también. Aunque ahora se escalezca mi cuerpo –sudoración, sangre, tiempo – con un recuerdo que rastrea, como un vasallo estúpido su permanencia. Y nada encuentra, ante ti: hueco, fuga, las nubes de una nueva polución sobre la ciudad, Marcel, y a pesar de todo ello, aquella vieja letanía, insuficiente, que se desvanece sin llegar a desaparecer, dónde estarás ahora, Marcel, dónde estarás ahora, como las luces de la noche una vez cerramos los ojos del rencor para entrar, sin saberlo, en un largo túnel donde la amnesia es la droga más cara.


Sólo guardo aquella última postal remitida desde San Diego. Me he permitido prescindir de lo innecesario. Creo que es de hace un año. La guardo en un cajón vacío. Sólo la carta de Marcel, la única que he salvado, la última. Dice que está bien. Dice: “sigo aquí, como el agua del río permanece en el río”. Jugar a Heráclito ha sido siempre el juego preferido de Marcel. No hay otro para él. La flaqueza, la locura, la tristeza más oscura que jamás haya visto juegan con él, un cuarteto mágico con el que en ocasiones jugué yo también a cambio de que mis manos se enfriaran tanto como los témpanos polares. El devenir desde el río, un río de fango, de basura comercial y deyecciones corporales. Porque él lo desconoce: no es posible jugar a Heráclito.
Pero una vez le gané la partida. Una sola vez. Era otro juego, pero gané. Enfurecido, Marcel derrumbó las cinco columnas de libros que hasta ese momento velaban el equilibrio de su habitación. Marcel no soportaba los estantes, las librerías para ordenar los libros. De todas sus manías, ésta era una de las que más me entusiasmaba. Entrar a su cuarto: comprobar la fragilidad de las columnas de libros apilados. Buscar un libro: deshacer la columna, cambiar el orden ascendente o descendente, eso daba igual, de autores y títulos y volver a fraguar un orden, una columna distinta cada lectura, una biblioteca distinta por cada lectura. Aunque no existiera entre el azar, porque la biblioteca era imaginaria, bien lo sabíamos, y sólo importaba la disposición del libro, uno sobre otro, cambiante de un día a otro, y las cinco columnas de distinta altura que formaban la base de un pentágono irregular que rodeaba la cama donde peleábamos como niños o soldados o animales. Recuerdo las columnas de libros como si estuvieran ahora mismo dispuestos ante mí. Aquel mes apenas pisamos la calle, obcecados en leer, pero sobre todo, presos por la obsesión de cambiar de lugar todos los libros.

Nunca acabamos de leerlos todos. Algo que nunca supe, algo superior dirían algunos, interrumpió su concentración, un día, y a media noche, mientras yo esperaba a que Marcel terminará con su libro para reordenar la biblioteca, dejó de leer. No me dio explicación ninguna, a pesar de mi insistencia y mi preocupación. Dejo de hablar, hablaba poco, no hablaba nada algunos días. El artificio, la divertida frivolidad que antes alimentaban sus facciones se volvieron laconismo, casi desidia. Después vinieron las largas ausencias, las ausencias súbitas. Después el miedo, la paranoia. Después la pérdida del apetito, su extrema delgadez. Podría decir nihilismo. Podría decir que dejó de amar, los libros, las horas, a mí mismo. Podría decir: enloqueció. Pero no me acercaría ni de lejos a la realidad de los hechos tal y como yo los viví antes de su desaparición.

El último libro que leí en casa de Marcel fue La espuma de los días, de Boris Vian. El último libro que Marcel dejó, a falta de unas páginas, fue Aurora, de Nietzsche.

La pregunta que más frecuentemente me sobreviene alimentando mi fabulación es si cumpliría aquel sueño suyo de visitar Oklahoma City. Era algo que le llegaba a obsesionar en aquella época. El cuento del vagabundo de Oklahoma City. Paraba de comer o de follar o de repente salía de la ducha, como un zombie mojado, y caminaba por la casa, largo rato, hasta secarse. Salía después a la terraza, todavía desnudo, no sé si para consolidar una última meditación. Regresaba de estas ausencias súbitas con la boca abierta. La mayoría de las veces con el pene erecto. Bello, castamente no buscaba el goce sexual, sino la conversación. Los más largos soliloquios salidos de su boca los escuché en aquellas ocasiones, aquellos días. Yo me tumbaba sobre la cama, y mientras su erección remitía escuchaba cómo se adentraba en el relato, cómo empezaba a fumar. Recuerdo el comienzo de una de ellas. Aquel día estuve hasta la madrugada escuchándole hablar sobre el cuento de Oklahoma City, el gran simulacro, su gran proyecto literario. Comenzó diciendo: ”ya tengo otro incidente para el cuento del vagabundo de Oklahoma city. Algún día iré allí, con el cuento escrito, acabado, y le encontraré, o lo incluiré en el cuento, como a Alicia, le haré penetrar la fantasía que no es sino él mismo. Le podría decir algo así como: yo te he creado, porque te he soñado durante noches, y durante días enteros me he dado de bruces contigo al macerarte en mi imaginación y reescribirte en mis notas. Te he soñado despierto, he escrito tu biografía. Toma. Si la aceptas, es tuya. Vamos, acompáñame. Voy hacia el oeste…”. Lo recuerdo exactamente porque en ocasiones Marcel grababa los soliloquios. Podía pasarlos a escrito después, podía borrarlos. Algunos meses tras su desaparición encontré las cintas al ir a arreglar los papeles del piso con el propietario. He escuchado su voz muchas noches desde entonces. He comprobado cómo las variaciones del soliloquio en torno al vagabundo de Oklahoma City eran infinitas, y su modulación y extensión dependían del estado de ánimo de Marcel.

He llegado a pensar que Marcel creía realmente en la existencia de aquel vagabundo. No creo en la psicología, no podría decir que fue el primer síntoma de su locura, de su desaparición. No creo que Marcel enloqueciera. Simplemente aceptó la norma de su fragilidad. Porque no había otro remedio para aquel que se hallaba como él, irremediablemente, ya dentro de un relato cuyos parámetros iban más allá y se sostenían sobre todo mediante el engranaje de la imaginación. El vagabundo de Oklahoma City guardaba tanta presencia como ficción para Marcel, tanta literatura como física. Sobre si Marcel llegó a terminar antes de su desaparición aquel cuento no tengo más que dudas. Sobre si hizo escala y buscó al vagabundo en Oklahoma City no tengo más que dudas. Jugar al vagabundo de Oklahoma City era como jugar a Heráclito para él. También para mí fue un juego. Hoy es voz en silencio, una marca fantasmal de aquella ausencia de su cuerpo, de aquella ficción a la que jugamos. Las cosas reposan ahí, alejadas, imperturbables ante la razón o la locura que las nombra. Quizás también algunas ficciones, el vagabundo, Marcel mismo, desaparecido.

Enciendo la televisión. Las víctimas de las inmolaciones de la calle Muntaner son tan obscenas en horror que mi cuerpo comienza a temblar. Los cuerpos muertos, mutilados bajos las ruinas de los edificios burgueses de la zona alta de la ciudad son mostrados por las imágenes, ajenos a la razón o la locura que les sustentó. Tanto horror retransmitido en tiempo real alcanza otro estatus distinto de ficción. Sigo temblando. Cierta clase de miedo me angustia, es la violencia de toda la mierda que conlleva el vivir constantemente dentro y fuera, en un estado de ebullición en que todo aquello que se desvanece, todo aquello deseado o gozado, se pierde, todas las certezas que tuvimos, Marcel, y que ahora son tal vez sólo una ficción, un cuerpo mutilado, vagabundo, una ausencia enorme y hambrienta que devora tanto Barcelona como Oklahoma City.
(...)

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